Navidad

Lotería de Navidad: no es la esperanza, es el miedo

No quiero hacerme rico ni tirar el dinero comprando décimos que no van a tocar; lo único que me preocupa es que se haga rica la gente a mi alrededor

Desde hace un mes o algo más entró en todas las tiendas mirando al suelo y no levanto la vista de ahí. En la pescadería, en la papelería, la carnicería y en todos los lugares que acaben en «ía». Así, pido a la pescadera que me corte la lubina en filetes mirándome los pies. Creo que le molesta, porque el último día el pescado tenía un olor algo raro. Cuando le pregunté a mi hijo si él lo notaba y que mejor no lo comiera, me contestó que ya era tarde, se lo había zampado porque le supo a lo de siempre: a ketchup.

Otro truco, en vez de mirar al suelo, es respirar fuerte con la mascarilla para que se me empañen aún más las gafas o, directamente, quitármelas. Esa es la solución de emergencia, pero suele ser un problema: cuando me las vuelvo a poner descubro que he cogido ciruelas en vez de tomates. No me importa: prefiero hacer una ensalada exótica a volver a entrar en un lugar donde puedo ver que venden un número de lotería y sentirme obligado a comprarlo.

Con la lotería de Navidad yo no quiero hacerme rico ni tirar el dinero comprando décimos que no van a tocar; lo único que me preocupa es que se haga rica la gente a mi alrededor. Puedo vivir otra Navidad sin que me toque el reintegro, la pedrea y cualquier otra palabra de esas que significan que sí que te ha tocado algo, pero que no. Lo que tengo claro es que 2020 puede convertirse en el infierno definitivo si veo al vecino que no me deja sitio al aparcar su coche pegado al mío comprándose, gracias a la lotería, un coche mejor para dejarme todavía aun menos espacio.

En el fútbol, los equipos que saben que no pueden ganar juegan a la defensiva: ponen a muchos jugadores atrás y esperan que pasen los minutos. El objetivo no es hacer un gol, el plan es que el partido acabe a cero y volver a casa como saliste.

Y eso una agonía. No sólo al entrar en las tiendas. Son los whatsapp que te preguntan si compartes un décimo o el día que te llega el email del trabajo en el que dicen que ya puedes ir a comprar el número de todo los años. Y entre pillar el coronavirus y poder morir tras hacer la cola dentro de la oficina o que le toque al compañero que todos sabemos, pero no a ti, ni una duda.

Ayer fui a ver a un amigo con un número que me había pedido que le comprara. Me bajé del coche, le saludé, me miré en los bolsillos y, ostras, nada. Busqué en el hueco de la puerta, bajo los quitasoles eso que se pegan al techo, en la guantera y todos sus papeles: una lista de la compra, un recibo de 2006, un duro (¡¿un duro?!), un táper cerrado que olía peor que la lubina, pero no el décimo. Metí todo otra vez.

No sé dónde está el décimo.

Ya no queda ese número.