George Floyd

George Floyd: in memoriam

La condena de Derek Chauvin pone sobre aviso a los 18.000 cuerpos policiales de EE UU para que aíslen la brutalidad y restauren la confianza

–«Está circulando un vídeo espantoso de un policía presionando con su rodilla el cuello de un hombre negro al que se le oye decir: No puedo respirar, no puedo respirar»–, me comentó un compañero del equipo de internacional. Rápidamente lo subimos a nuestra edición online y cubrimos la historia para el papel. Estábamos inmersos en la vorágine de la primera ola de la pandemia, pero la historia de George Floyd tenía todos los ingredientes para convertirse en una noticia de alcance internacional. Ocupaba las portadas de las principales cabeceras en EE UU. La agónica muerte de George Floyd se convirtió en un símbolo de la violencia policial contra la minoría negra en Estados Unidos. Un grito de desesperación. Algo estaba fallando para que se produjera un acto con ese nivel de violencia por parte de aquellos que están llamados a proteger a los norteamericanos.

No puedo respirar

Las imágenes en las que Derek Chauvin, un agente de Policía blanco, inmoviliza a George Floyd utilizando la asfixia, eran suficientemente elocuentes. En el vídeo de más de 9 minutos se escucha la voz aterrorizada de los transeúntes que pasan por delante de la puerta del Cup Foods, entre ellos, un niño de 9 años, y suplican a los agentes que retiren la maniobra. Los testigos contemplan cómo George Floyd, desarmado, no opone resistencia en ningún momento. Chauvin se encuentra, además, acompañado por otros dos agentes que le escoltan. No hay señal de peligro que justifique ese uso desproporcionado de la fuerza. Esposado y postrado en el suelo, al joven afroamericano apenas le queda un hilo de voz. Balbucea sus últimas palabras que se las dedica a su amada familia.

Ni los testigos del Cup Foods, ni los millones de ciudadanos que salieron después a las calles de Mineápolis para protestar por el enésimo caso de violencia policial tenían dudas de que se trataba de un asesinato. El caso desencadenó las mayores manifestaciones a favor de los derechos civiles de la minoría negra registradas en Estados Unidos en medio siglo. Los ruegos de Floyd, «No puedo respirar, no puedo respirar», se convirtieron en un eco que reverberó en las calles de las principales ciudades del planeta. El rugido del «Black Lives Matter» llegó hasta las puertas de la Casa Blanca. La victoria de Joe Biden y de su vicepresidenta, Kamala Harris, está ligada a este episodio y a la movilización de la minoría negra en determinados Estados.

Once meses después, un jurado compuesto por doce ciudadanos tardó diez horas en declarar culpable a Derek Chauvin de los tres cargos a los que se enfrentaba. Horas antes de conocer el veredicto había muchas dudas. Tradicionalmente, los casos contra agentes de Policía que implican un desenlace fatal han sido muy difíciles de ganar. Uno de cada 2.000, denunciaba esta semana «The New York Times». En Estados Unidos existe una enorme empatía de los ciudadanos hacia las Fuerzas de Seguridad.

La desproporción entre los casos de violencia policial y las condenas ha ido consolidando una falsa sensación de impunidad entre los agentes. El profesor de la Universidad de Princeton, Charles M.Cameron, señala que el primer obstáculo para medir y regular los abusos policiales se encuentra en la falta de unas estadísticas fiables sobre delincuencia y vigilancia policial en el país. «Probablemente no sepamos las cifras reales de violencia policial porque los datos que tenemos son muy malos», me responde desde Washington. Una vez señalado este error de base, Cameron defiende que esta problemática se manifiesta de una forma más plástica en los vecindarios con menos recursos. «En los barrios más pobres, habitado por las minorías, vemos que la Policía usa niveles asombrosos de brutalidad para mantener el orden público, y lo hace con una impunidad notable. Les enseñan a hacer esto, es parte de la cultura de muchos cuerpos policiales y sucede muy a menudo», lamenta.

Videocracia

El caso de George Floyd y la sentencia contra Derek Chauvin podrían ser un punto de inflexión en este historial poco edificante. Los policías han perdido el monopolio de la vigilancia en el siglo XXI. Ellos también pueden ser escrutados por los ciudadanos a través de sus teléfonos móviles. Lo hizo Darnella Frazier, una adolescente de 17 años, que grabó el espantoso vídeo del arresto de Floyd, que dio la vuelta al mundo.

Para combatir precisamente las malas prácticas, los agentes están obligados a incorporar en sus uniformes unas cámaras y deben publicar las imágenes de todas las operaciones que impliquen una muerte en las horas siguientes al suceso. El homicidio a manos de la Policía de Ma’Khia Bryant, una joven de 16 años y de origen afroamericano en Ohio, el mismo día en el que conocíamos la sentencia de Derek Chauvin se obtuvieron gracias a las cámaras de los agentes. En el vídeo se escuchan cuatro disparos. ¿Eran necesarios?

El presidente Biden ha pedido que se apruebe en el Congreso la «Ley Floyd» para poner coto a la brutalidad policial. Cameron advierte de los límites del Gobierno federal en un país que cuenta con 18.000 cuerpos policiales que funcionan de forma independiente y que, en muchos casos, dependen exclusivamente del gobierno local. En sus primeros compases de legislatura, el demócrata, que se presentó como un presidente de transición, se está revelando como un mandatario dispuesto a dejar una huella más profunda en el país. Para este septuagenario, América recuperará su grandeza y su credibilidad como primera potencia cuando sea capaz de guiar al mundo a través del ejemplo. La sentencia a Derek Chauvin es un paso en la dirección correcta.