Reina Isabel II
La vida ociosa de los príncipes ingleses
Los escándalos se han sucedido uno tras otro. Los matrimonios han sido un desastre
Los Windsor son la familia real por excelencia gracias a los medios de comunicación y la continuidad de unas rancias tradiciones que resultan entrañables en una sociedad tan conservadora como la británica. Un aspecto muy interesante del carácter británico es que sean capaces de reconocer el origen social y territorial a partir del acento. Todos recordamos My fair lady (1964), protagonizada por Rex Harrison y Audrey Hepburn, basada en la obra de teatro Pigmalión de George Bernard Shaw. Esta versión eclipsó la británica de 1938. Las figuras del excéntrico profesor Higgins, el coronel Pickering y la florista Eliza Doolittle son fascinantes. Esta estratificación no ha cambiado, aunque funciona, como siempre ha sucedido, el ascensor social. Hace unos años me tocó cubrir la visita del presidente de una gran multinacional británica y en la comida me fije que llevaba un anillo con un sello. Como era sir y desconocía si era por ser un baronet o había sido designado caballero por su labor profesional, le pregunté y rápidamente me aclaró que su familia eran tejedores desde el siglo XV y se trataba del sello de aquella profesión. No pertenecía, por tanto, a la nobleza y no estaba en el famoso Debrett’s. Era un hombre muy rico, orgulloso de su linaje y expectante de algún día dar el salto a la condición par o baronet.
La cumbre en esa sociedad son los Royals, término que se refiere a la muy amplia y desestructurada familia real encabezada por la soberana reinante. Nacida Isabel Alejandra María del matrimonio de Jorge VI y lady Isabel Ángela Margarita Bowles-Lyon, hija del XIV conde de Strathmore and Kinghorne. Su padre, el duque de York, no estaba destinado a reinar sino su hermano Eduardo VIII que decidió pasar de sus responsabilidades y como un niño malcriado, que lo era, se casó con la divorciada Wallis Simpson. Hoy no sería ningún problema e incluso un mérito para los tabloides británicos que podrían llenar páginas y páginas. En su momento fue un gran escándalo y un incordio permanente tanto para su hermano como posteriormente para su sobrina. No era un hombre de grandes luces, pero era el hijo mayor de Jorge V y por tanto el heredero del trono. Era un príncipe imprudente y mujeriego redomado que iba de cama en cama sin importarle que fueran casadas o solteras. Afortunadamente, se enamoró de una arribista y divorciada por lo que tuvo que renunciar a la corona garantizando así la continuidad dinástica del imperio británico en manos de su hermano, el duque de York, que era un príncipe sensato y consciente de sus responsabilidades.
Los tiempos actuales nos ofrecen un catálogo desolador de royals con vidas desordenadas, escándalos permanentes y un horizonte inquietante en el momento en que la soberana del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, cabeza de la Commonwealth y Defensora de la Fe pase a mejor vida. La longevidad de Isabel II, su firmeza y rigor en el ejercicio de su papel unido a ese modelo estratificado ha permitido que la institución se mantenga como una roca firme que conserva un edificio lleno de grietas. A los británicos les gusta su reina, pero además es una gran industria nacional y permite que los antiguos territorios se mantengan unidos de formas diversas aunque con ese vínculo común que es la Corona. La reina Victoria, que era miembro la casa de los güelfos o de Brunswick-Lunebourg, se casó con el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. Con ella desapareció la Casa de Hannover en el Reino Unido, ya que una mujer no podía ser la soberana de ese reino alemán, como habían sido sus antepasados con el título de príncipes electores y a partir de 1814 como reyes. Durante la Primera Guerra Mundial, su nieto, Jorge V, tuvo que abandonar sus nombres alemanes y eligió uno más vulgar como es Windsor, que es la denominación de uno de sus palacios. Enfrentada Gran Bretaña a Alemania no quedaba nada bien mantenerse como la Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha.
Tras el matrimonio de Isabel II con Felipe Mountbatten surgió el problema de si se tenía que añadir su apellido al nombre de la dinastía. La reina lo resolvió estableciendo en 1960 que la denominación seguiría siendo Windsor y que sus descendientes, que no tuvieran el tratamiento de alteza real, llevarían el apellido Mountbatten-Windsor. Fue un nuevo éxito del pragmatismo de Buckingham Palace. El problema de los royals es la ociosidad. Sin oficio pero con muchos beneficios y amparados por los privilegios de nacimiento y la inmensa fortuna familiar se convierten en personajes útiles para celebraciones, fiestas y actos sociales. Nada que ver con las ocupaciones que tenían los miembros de la familia real en el siglo XVIII, XIX y entrado el XX donde el imperio británico brillaba con gran esplendor. La falta de responsabilidades o una profesión que no sea ejercer de royal, que es un concepto tan estructurado como difuso, hace que acumulen distinciones, medallas, rangos militares… pero sin ningún mérito conocido, a parte de la sangre, para ostentarlos.
Los escándalos se han sucedido uno tras otro. Los matrimonios han sido un desastre con la excepción sorprendente del conde de Wessex, el hijo menor de la reina, y del duque de Cambridge, hijo del siempre polémico príncipe de Gales. La feliz longevidad de la soberana mantiene unido el caos, pero el escándalo de los Sussex ha sido otro baldón al regio escudo de la dinastía. Los matrimonios desiguales siempre son complicados, pero también cuando no lo son. La asunción de los privilegios y la ignorancia de las responsabilidades, propia de niños mal criados como era Eduardo VIII, son un grave problema para el futuro de los royals. En cualquier caso, siempre serán bien recibidos en la alta sociedad, podrán hacer matrimonios ventajosos, como sucede con las dinastías no reinantes, y protagonizarán las páginas de las revistas y programas del corazón.
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