Ciencia

El olvidado caso de la foto 51

Rosalind Franklin fue la única que se adelantó de verdad a aquel hallazgo

Me he pasado meses hablando de Francis Crick, uno de los descubridores de la estructura del ADN y merecedor por ello –junto a sus colegas James Watson y Maurice Wilkins– del Premio Nobel de Medicina en 1961. Reconozco que cuando un escritor se aferra a una buena idea le cuesta soltarla. Puse a Crick en la médula de mi novela «El mensaje de Pandora» porque en 1981 sugirió que la vida en este planeta pudo haber llegado del espacio exterior. Aquello fue una genialidad. Mi admirado biólogo molecular sospechaba que o bien el azar, o bien una civilización extraterrestre a punto de extinguirse, sembró de moléculas helicoidales toda la galaxia, fecundándonos.

Es, lo sé, una suposición alucinante. Alucinada, incluso. Pero cuando Crick falleció en el verano de 2004 la prensa británica dio a luz una confesión suya que la hizo todavía más intrigante. Según él, el día que «visualizó» la doble espiral del ADN estaba bajo los efectos del LSD. Sí. Crick flipó su hallazgo tras ingerir la droga de moda en aquel lejano 1953, justo después de leerse del tirón «Un mundo feliz» de Aldous Huxley.

Lo que nunca precisó –y debió hacerlo, porque explicaría que su flipe no surgió de la nada– es que un año antes había recibido de Maurice Wilkins una curiosa fotografía con fibras cristalizadas de ADN, inédita hasta entonces. Una lectora de «El mensaje de Pandora» me invitaba hace poco a hacer justicia a la autora de esa imagen y, por tanto, a reconocer a la auténtica impulsora del hallazgo de la estructura molecular de la vida. «Nunca te he oído nombrar a Rosalind Franklin», me reprendía. «De no ser por ella, sus colegas masculinos no hubiesen recibido nunca el Nobel».

Mi lectora tenía razón. Franklin no ha figurado en ninguno de mis alegatos sobre Crick. La brillante cristalógrafa que obtuvo aquella imagen falleció tres años antes de que se concediera ese Nobel, y como las normas del premio estipulan que éste no puede recaer en alguien fallecido, nunca se la vinculó al mayor descubrimiento de la medicina. Sus compañeros tampoco hicieron mucho por reivindicarla. Ni Watson ni Crick la citaron en los discursos de aceptación del galardón, y Maurice Wilkins se cuidó mucho de contarle al mundo que su relación con la brillante Franklin fue más que tensa. De hecho, Wilkins sustrajo la «foto 51» de su laboratorio y la filtró sin permiso a Watson y a Crick justo cuando éste andaba pensándose lo del LSD. Sospecho, pues, que Crick confesó in extremis su desliz con las drogas de diseño como un modo de decirle a la Historia que el hallazgo de Franklin y su «visión» fueron simultáneos; que todo fue una suerte de serendipia en la que una científica dio con la prueba de algo que él ya estaba profetizando en sus trances psicotrópicos.

Pero esto deja entrever otra lección. Mientras Franklin, como muchas otras mujeres científicas de aquel tiempo, era ninguneada y robada en su propio lugar de trabajo, sus colegas varones utilizaban sin pudor sus hallazgos para cimentar sus reputaciones. Rosalind falleció de cáncer de ovario a los 37 años por culpa de su dedicación a las fotos de difracción de rayos X que la llevaron a aquella «51» que inició la Era Genética. Crick, mientras, pasaba a la posteridad como uno de los grandes chamanes-científicos de su siglo.

Gracias a mi lectora tengo ahora la tentación de alinear al doctor Crick más cerca de Dalí que de Einstein. El genio de Portlligat, al saber de los hallazgos de Watson-Crick-Wilkins, entró en ebullición. Quiso creer que su célebre lienzo «La persistencia de la memoria» (1931) fue también un vaticinio del ADN. Tuvo incluso el descaro de soltárselo al propio Watson en una cena en Nueva York, equiparando sus «relojes blandos» con lo que de «memoria de la especie» encierran los genes. Y esa obsesión lo acompañó siempre. Dalí creía que la estructura helicoidal estaba prefigurada desde hacía siglos tanto en el caduceo de Asclepio, dios griego de la medicina, como en algunos trabalenguas infantiles. Es célebre el que le soltó al periodista mexicano Jacobo Zabludovsky en 1971 cuando lo visitó en el Ampurdán para entrevistarlo. Mientras probaba los micrófonos le pidió al maestro que dijera algo. Cualquier cosa. Y Dalí recitó: «Una polla xica, pica, pellarica, camatorta i becarica vac tenir sis polls xics, pics, pellarics, camatorts i becarics». Zabludovski, atónito, le preguntó si aquello era catalán y éste le replicó que no. Que era una anticipación del ADN. De las letras combinatorias A, C, G, T que forman los genes.

Pero no nos confundamos: Rosalind Franklin fue la única que se adelantó de verdad a aquel hallazgo. Hoy soy solo el último en sumarme a su rehabilitación. Siete años después de recibir el Nobel, James Watson, en el epílogo de su obra «La doble hélice», admitió al fin que «tanto Francis como yo aprendimos a valorar enormemente su honradez y generosidad personal y a comprender, con demasiados años de retraso, las luchas a las que una mujer inteligente se enfrenta para ser aceptada en un mundo científico que, muy a menudo, considera a las mujeres distracciones del pensamiento serio».

El año que viene, el primer rover que la ESA enviará a Marte a buscar vida, llevará su nombre. Y espero que a estos reconocimientos les sigan muchos más. La foto que le robaron bien lo vale.