Política

Las gafas de lejos

Por fortuna hay jueces profesionales que no se paran en sentimentalismos o impresiones, sino en la fuerza de lo probado o el criterio que otorga el conocimiento de las leyes

Se pregunta Fernando de qué pasta están hechos estos políticos que ante procesos judiciales por corrupción desenvainan la espada de la afrenta como si en lugar de la Justicia actuase contra ellos un enemigo emboscado y malicioso. Son quijotes ante molinos de viento, hidalgos ofendidos que se aprestan a defenderse no del agravio, que puede venir de cualquiera, como bien fija don Quijote, sino de la intolerable afrenta de quien puede y quiere arrebatarle la honra y los poderes. Hoy es Laura Borrás, como ayer fue Mónica Oltra o mañana será Perico el de los Palotes, que era una figura que al Fernando niño y luego adolescente le llamaba mucho la atención por ser capaz de cargar a sus espaldas toda suerte de dichas o desgracias que uno pudiera imaginar.

Esa reacción verbalmente violenta y dirigida hacia supuestos enemigos que se conducen sin límite moral alguno suele desnudar en realidad una culpa mal asumida o, aún peor, una actuación impropia o delincuente tenida como correcta. Rara vez hay algo parecido a la autocrítica o a la presión del familiar o el amigo hacia quien se ha visto envuelto en acciones tan inaceptables como las que merecen atención judicial. Porque claro, se dice Fernando, la corrupción siempre está del lado del adversario, nunca del propio. Las leyes que procuran la separación del poder de quienes son acusados o incluso imputados, se impulsan sobre la convicción de que será al otro al que perjudiquen. Esto, que da idea del concepto patrimonialista de la política y hasta de la realidad que se tiene entre quienes siguen la vocación de la cosa pública, lo demuestran un día sí y otro también las reacciones ante acusaciones o condenas de corrupción. Y va desde la reacción moderadamente estruendosa, como ha sucedido con el Partido Socialista ante las condenas por los ERE, hasta la más violenta reacción de pataleo y griterío adolescente, tipo Borrás. Sobre lo de Andalucía tiene que reconocer Fernando que a él le cabe alguna duda. No de que la Justicia haya obrado con arreglo a lo que su propio nombre exige, o haya aplicado las leyes de manera inadecuada, no. Su duda tiene que ver con una corriente de simpatía personal y hasta afecto hacia alguien como Griñán, al que, como sucede con dos de los cinco magistrados que emitieron sentencia, no coloca malversando por sistema. Pero ¿quién es él para entrar en esas cosas?. Por fortuna hay jueces profesionales que no se paran en sentimentalismos o impresiones, sino en la fuerza de lo probado o el criterio que otorga el conocimiento de las leyes.

Hay una interminable lista de políticos imputados en causas judiciales relacionadas o fronterizas con la corrupción, más de 500, según ha leído Fernando. Todos ellos, casi sin excepción –resiste, Luis; estamos contigo, Mónica; no nos callarán, Juan Carlos; son unos hipócritas, Laura– han recibido el afecto y apoyo de los suyos incluso después de sentencias judiciales, como sucede ahora con los ex presidentes andaluces condenados.

El caso de Laura Borrás es algo distinto. Su propio partido, Junts per Cat, que en su día apoyó la reforma legal que permitió el cese de la presidenta, sí ha hecho piña con ella; de hecho el tal Dalmases, que acompañó el jueves a Borrás en su paseíllo final tras la faena de su muerte política, se ocupó personalmente de abroncar a una periodista de tv3 que le hizo preguntas obvias pero incómodas sobre su caso. Pero sus aliados políticos en la orilla indepe han hecho todo lo posible no solo por marcar distancias, sino para cortar las amarras de un caso que es una corrupción aún presunta pero tan «de libro» como para convertir a la fogosa Borrás en un lastre bastante difícil de arrastrar. Tan es así que la dama de la alta figura ha tildado a sus compis de ensoñación de hipócritas, de políticos disfrazados de jueces y censores, por haber votado a favor de su destitución.

Fernando cree que el caso de Borrás, como el de Oltra por citar los más recientes, es paradigmático del concepto de casta intocable que la mayoría de los políticos tienen de sí mismos. Cuanto más evidente es su pillada más furibunda es su reacción. A la señora Borrás le pillaron los «trapis» con su colega Isaías cuando de manera accidental descubrieron los negocios sucios del sujeto. El seguimiento de los mossos puso luz sobre los chanchullos con los que le favorecía la Borrás cuando estaba al frente del Institut de les Lletres Catalanes. Hay grabaciones, correos y toda suerte de pruebas documentales de los favores al amiguete de la hasta ayer presidenta del Parlament de Cataluña. Ese encadenarse al cargo, como hizo hace poco Oltra, y disparar verbalmente primero contra las fuerzas de seguridad españolas –cuando es cosa de mossos, que también lo son pero les cuesta verlo– luego contra el estado opresor que envía a la Justicia a reprimir a los indepes, y ahora contra sus compañeros de trinchera política, es la expresión de esa infantil y peligrosa disposición del político patrio a amarrarse con candado las gafas de lejos sin considerar jamás la posibilidad de error o negligencia y mucho menos delito en carne propia o alrededores.