Política

¿De derechas o de izquierdas? (II)

¿Es esto “la izquierda”? Diríamos más bien que es la estrategia para la demolición de una civilización, la civilización occidental, cuna y baluarte de la democracia

Consciente del riesgo de incurrir en la ingenuidad, reconocía recientemente, en esta misma Tribuna, que nunca me había parecido certera esa distinción entre ciudadanos de «izquierdas» o «derechas». Entiendo que esas coordenadas de otros tiempos –imprescindibles, ciertamente, para la Anatomía o la Geografía–, no resultan clarificadoras para expresar la posición política de muchos ciudadanos a los que: no nos preocupan las siglas sino el bien común; añoramos una democracia real, con la imprescindible independencia del poder judicial; no reconocemos competencia alguna al poder político para aplicar «una doble vara de medir» con el fin de proteger a sus allegados de las sentencias de los tribunales; desearíamos estar representados por políticos que, destacando en su profesión, optan por este otro quehacer que requiere más formación y ejemplaridad, porque afecta a un mayor número de personas (por este motivo, Aristóteles consideraba la «Política» como la más noble de las profesiones); abominamos del uso de la demagogia para justificar lo inasumible; votamos a unos u otros según lo que consideramos más conveniente; y –entre otras cosas– pensamos que una de las grandes rémoras para fortalecer nuestra democracia y elevar el prestigio del quehacer político es pertrechar de los elementos críticos necesarios a tantos ciudadanos que engrosan las filas «del voto cautivo». Me consta que todo esto lo compartimos muchos a los que nos fue regalada la Transición a la Democracia y que tuvimos la fortuna de que en nuestros respectivos centros educativos y familias nos transmitieran el valor de la convivencia en concordia y el respeto a la opinión ajena.

En la Tribuna precedente subrayaba la importancia de haber crecido en la «Cultura de la Transición», donde quedó de manifiesto que la Constitución de 1978 era un acuerdo de mínimos que procuró atender las pretensiones de todos y de la que nadie quedó excluido, como demostró la Amnistía general y la legalización del Partido Comunista. Retomando este –llamémosle– «inclusivo» y noble empeño de los Padres de la Constitución, a la luz de estas décadas, cabría objetarles que les sobró ingenuidad y generosidad. El error de fondo –tantas veces denunciado– fue el de confiar en la lealtad de los nacionalismos, tanto vasco como catalán, con el persistente ariete del terrorismo etarra. El ejemplo de antología lo proporcionó Javier Arzallus que tras lograr que la Constitución incluyera todas las exigencias del PNV, se abstuvo en la votación final, para luego reiterar que su partido nunca había votado a favor. Lo que ocurrió después es de todos conocido, las insaciables condiciones de los nacionalismos, cuyos partidos (PNV, CIU,…) eran la bisagra para la gobernabilidad de los dos partidos mayoritarios (PP y PSOE), que invariablemente accedieron –es decir, cedieron– a las demandas de los nacionalistas para poder aprobar los presupuestos. La culminación de las pretensiones nacionalistas se inició con las sucesivas propuestas de Estatutos consistentes en pocas palabras en una «independencia subvencionada», en acertada expresión de Mikel Buesa, en referencia al Estatuto vasco conocido como «Plan Ibarretxe», pero que es aplicable al actual Estatuto de Cataluña.

Dicho todo esto, nos encontramos con los atentados del 11-M –todavía no aclarados– y la sorpresiva llegada de Rodríguez Zapatero a la Moncloa, que vino a demoler la Transición, ocultar la Amnistía que propició, proponer una «segunda» Transición, retomando las perniciosas coordenadas de la II República, las categorías de «izquierda y derecha» y reivindicando una supuesta «Memoria Histórica» que prescindía «a las bravas» de algunas de las páginas más ejemplares de la Historia de España, entre ellas, la Transición a la Democracia y la derrota de ETA, solo con la Ley, sin acuerdos tramposos a espalda de los ciudadanos.

En este incomprensible retorno al pasado previo a la Guerra Civil, amputando decenas de años de progreso y de creciente prestigio internacional, se sitúa la llegada del presidente Sánchez que no sólo justifica compartir gobierno con los neocomunistas de Podemos (cinco Ministerios con una Vicepresidencia) sino que se apresura a aprobar, una tras otra, «leyes» anticonstitucionales, cuando no aberrantes, que resultan un atropello a la sensatez y una provocación para todo ciudadano que reclame el bien común. Es obvio que de eso se trata: alentar la confrontación y el enfrentamiento, al más burdo estilo comunista o chavista. Un ejemplo más lo estamos viviendo estos días, con las declaraciones del 22 de septiembre de Irene Montero que –con una contundencia digna de mejor causa– aboga por el derecho de los niños a tener sexo con adultos, en una insólita apología de la pederastia. Ministra, en democracia no todo es relativo, no todo es válido. Desde esa indiferencia hacia la verdad –y a la más elemental decencia, en este caso– siempre se encuentra el modo de justificar lo injustificable. Por eso, desde el relativismo se esbozan nuevas formas de totalitarismo.

¿Es esto “la izquierda”? Diríamos más bien que es la estrategia para la demolición de una civilización, la civilización occidental, cuna y baluarte de la democracia, donde la secular influencia de España ha sido decisiva. Siempre habrá quienes no lo reconozcan: el sectarismo inevitablemente aflora para falsear la realidad.