Transexualidad

Una mentira y tres denuncias

Inoculado su veneno en la enseñanza, esa ley impactará en los adolescentes, trivializará la sexualidad y el cambio de sexo y arrojará a los infiernos de la transfobia a quien la critique

En política una cosa es mentir y otra erigir la mentira en seña de identidad personal o ideológica. Cuando eso ocurre el mentiroso logra un salvoconducto que le exime de toda responsabilidad. Por ejemplo, hay políticos que se dirán sinceros pero su veracidad no es virtud, sino puro relativismo: como no hay verdad ni mentira sino interés o conveniencia y como la mentira aflora al contrastarla con la realidad y esta con la verdad, jamás mienten al no existir para ellos posibilidad de contraste. Que esa perversión o, más aún, patología se instale como modo de ejercer el poder es nefasto. Y digo patología porque a veces pienso que la capacidad de mentir de algunos va más allá de lo políticamente criticable, de lo moralmente censurable y me pregunto si no estará indicada en los manuales de psiquiatría.

Hablando de mentiras, hace poco hablaba de esas normas ideológicas que hacen violencia sobre las personas, en particular sobre los más débiles y en especial sobre los más jóvenes en un momento de inmadurez como es la adolescencia. Concluía que son leyes basadas en mentiras sobre la idea de persona al cosificarla o sumirla en la indeterminación y concluía que, aparte del relativismo, tal intoxicación antropológica tiene un fin político y manipulador: de poco servirá defender los derechos de la persona como límites al poder si la idea de persona se desdibuja a mediante leyes basadas en esas mentiras. Entre ellas me fijo ahora en la venidera «ley trans» y sus temibles consecuencias. Atacada por las feministas «tradicionales» –¿en qué queda el objeto de sus desvelos -la mujer- si no hay sexos, sino opciones?–, en apenas dos semanas hemos asistido a tres importantes denuncias sobre su toxicidad: una denuncia médica, otra puramente humana y una tercera, jurídica.

La primera denuncia son las declaraciones de Celso Arango, presidente de la Sociedad Española de Psiquiatría y jefe del área de Salud Mental del Hospital Gregorio Marañón. Critica que se haya ignorado el parecer científico y advierte que muchos jóvenes «no son trans, sino que tienen otros trastornos y creen que siendo trans los van a superar». Añade que «es una barbaridad lo que quieren hacer, y los vulnerables, los de siempre, podrían sufrir mucho». Alerta de que la disforia de género «por supuesto que existe», está de acuerdo con que se «despatologice», pero si es real. Ahora asistimos a otra cosa: lo que eran unos pocos casos se han multiplicado exponencialmente porque «hay un estallido de pseudocasos de quienes ven una solución ser trans» y la futura ley acentúa esa tendencia. Y concluye: «esto es una locura».

La segunda denuncia ha sido la presentación –ojo, en el Colegio de Médicos de Madrid– de Amanda, la Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada. Son madres enfrentadas a los planteamientos de políticos y psicólogos que llevarán a que sus hijos adolescentes crezcan creyéndose trans cuando seguro que no lo son y ven alarmadas que puedan tomar decisiones difícilmente reversibles. Como madres saben muy bien «que sus hijos lo que tienen, casi siempre, no se llama disforia sino autismo, depresión, anorexia o simplemente adolescencia y que se pasa con el tiempo, con cariño… o con terapia o con medicación o con todo junto… pero sin necesidad de bisturí ni de hormonas» dice Ana Sánchez de la Nieta en Aceprensa.

Y la tercera denuncia es jurídica. Hemos conocido el informe negativo de la Fiscalía del Tribunal Supremo a la «ley trans». Advirtió de la inseguridad jurídica del principio de «autodeterminación de género» que trivializa aún más el cambio sexo al bastar la declaración del interesado en el Registro Civil, sin exigir soporte médico y psicológico alguno ni que la modificación corporal vaya acompañada de un tratamiento médico. Y a esto añade lo temerario de atribuir a los adolescentes mayores de 16 años una «madurez suficiente» para dar el paso de cambio de sexo, al margen de sus padres y sin exigir –al menos a los menores de 14 y 15 años– alguna prueba de su «situación estable de transexualidad».

Inoculado su veneno en la enseñanza, esa ley impactará en los adolescentes, trivializará la sexualidad y el cambio de sexo, arrojará a los infiernos de la transfobia a quien la critique y a su sombra florecerán chiringuitos clínicos ofertando tratamientos hormonales de efectos físicos y psíquicos impredecibles. Los pocos casos reales de disforia real se habrán secuestrado para una empresa ideológica que generalice y consolide la «T» en las siglas LGTBI, una empresa que multiplicará el número de adolescentes engañados y confundidos sobre su identidad sexual. Y me pregunto, con el tiempo, los políticos o los partidos responsables de estas políticas, tanto los que las ejecutan intencionadamente como los que las facilitan para seguir en el poder, ¿admitirán la responsabilidad de esas vidas destrozadas?