Política

Acerca de la impunidad y sus consecuencias

Sin presupuestos éticos la libertad se desnaturaliza, se desvincula de la responsabilidad y, como consecuencia, del bien común

Aquel «cambio de talante» con el que el Presidente Zapatero vendió el «buenismo» con el que justificó un idílico final de ETA «sin vencedores ni vencidos», dio lugar a una ETA «blanqueada» con impunidad para su actividad terrorista. Los etarras –no los herederos de ETA, sino los mismos terroristas (léase, Arnaldo Otegi)– victoriosos se regodean de las «paradojas de la vida» en expresión de la actual portavoz de EH Bildu, Mertxe Aizpurua, por estar influyendo decisivamente, desde las Cortes, en el actual Gobierno de España.

En este contexto de desbaratar la legalidad, Pedro Sánchez se adjudica la potestad de indultar con la irresponsable frivolidad de quien no apuesta –ni de broma– por el bien común. De este modo, recurrió al indulto de los golpistas catalanes, ahora lo intenta para algunos de los condenados por la infame y prolongada trama socialista de los ERE en Andalucía, burlando las sentencias de los tribunales con inconsistentes razones que debilitan inevitablemente el principio de imperio de la ley, fundamento básico de toda democracia constitucional. La sucesión de decisiones del poder ejecutivo que atropellan la independencia del poder judicial y, en ocasiones, la descalifican al considerar «opiniones» sentencias en firme del Tribunal Supremo, destrozan los más elementales fundamentos de la democracia en la que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.

Volviendo al «blanqueo» de ETA, con la todavía reciente decisión (octubre de 2021) de transferir al Gobierno vasco las competencias en política penitenciaría, en este año se han concedido a presos de ETA 25 de las 36 progresiones al tercer grado, dato que supera en cinco puntos la concedida a presos comunes. Se suceden los actos de apoyo a ETA, nada menos que 325 de enero a junio de 2022, los entusiastas homenajes a los presos etarras, a pesar del consejo de HB Bildu de «camuflarlos» porque dificultan los acuerdos «bilaterales» –yo te doy y tú me das– con el Gobierno de Sánchez. Es obvio que la persistente actuación del entorno de ETA-HB Bildu reduce a pavesas la credibilidad de las «sentidas» declaraciones de Mertxe Aizpurua, en sede parlamentaria, sobre su pesar por los asesinatos de ETA y su duración en el tiempo.

La realidad siempre es tozuda: sin respeto a la ley impunemente sólo se cultiva la injusticia. Se apela a la reconciliación para justificar excarcelaciones, indultos encubiertos o no, creando un pernicioso «estado de injusticia» con graves consecuencias. En primer lugar, la impunidad aborta toda posible reinserción real del terrorista. En el barrizal de la impunidad y del privilegio el arrepentimiento no es posible: el terrorista se siente reforzado porque se le da la razón, por lo que se le impide transitar por el duelo de su error hasta la rectificación. ¿Se puede auspiciar que los terroristas que ganan en su pulso al Estado de Derecho estarán más dispuestos a acatar la ley? La desacatarán en cuanto alguien se atreva a contradecirles. Reconociéndoles un papel político, se les transmite que sus asesinatos han sido eficaces para la consecución de sus fines para los que «tuvieron que matar» porque no fueron capaces de convencer. Además, el Estado –al claudicar– renuncia a la misión civilizadora de la democracia, renuncia al papel educativo de la ley y del cumplimiento íntegro de las condenas. En tercer lugar, la impunidad es perniciosa porque dificulta el perdón, ese imponente acto de magnanimidad, que tanto nos dignifica y que nadie puede exigir a nadie. ¿Acaso un gobierno podría imponer el perdón a quienes no han recurrido a la venganza y han delegado ejemplarmente en el Estado la aplicación de la ley?

Por este camino –es obvio– no hay regeneración posible. La reversión para esta brutal crisis de mesura, de racionalidad, de rigor, de buen gusto y de humanidad que vivimos en España, no vendrá de los que van detrás del consenso como bien supremo, aunque sea consenso en el error. La alternativa pasa por convencerse de que es el momento de la sociedad civil para hacer entender a la mayoría de la clase política «el carácter finito de su actuación»: los límites. No reconocerlos es negar la esencia misma de la democracia y renunciar a la honorabilidad del quehacer político porque abandonaría la defensa del bien común. Defenderlo requiere el respeto a la dignidad de las personas y de sus libertades que son los elementos morales esenciales de una democracia. Coordenadas éticas que no permiten confundir a los ciudadanos con los terroristas, ni a los malversadores con esa sufrida clase media –en peligro de extinción– por la expoliación a la que es sometida, mientras se reparten cuantiosas subvenciones para fines discutibles, cuando no abiertamente perversos.

En democracia no todo es relativo: hay premisas irrenunciables. Desde el relativismo, desde la indiferencia hacia la verdad, siempre se encuentran «motivos de conveniencia» para justificar conductas a todas luces abusivas: ahí radica la estrecha relación entre el relativismo y el totalitarismo. Y es que la democracia no puede prescindir de esos principios pre-políticos que son morales, porque sin presupuestos éticos la libertad se desnaturaliza, se desvincula de la responsabilidad y, como consecuencia, del bien común.