Educación

Conformistas sin causa

Aunque uno o varios pensamientos únicos se vayan imponiendo en las aulas, redes y plataformas de entretenimiento, hay que pararse siempre a pensar, ponerse en pie y hablar

«Amicus Plato, sed magis amica veritas» («amigo es Platón, pero más lo es la verdad»). Este dicho proverbial atribuido a Aristóteles, apócrifo pero que parafrasea su «Ética a Nicómaco» (1096a11–15), se puede poner en su boca justo antes de separarse de su querido maestro Platón. Con él se suele ejemplificar el imperativo moral de, por decirlo en términos de la vulgata freudiana, «matar al padre» en cierta etapa del desarrollo educativo característica de la juventud. Los jóvenes, en secundaria y en los primeros años de la carrera, suelen cuestionar lo que dicen sus maestros, y hacen muy bien, porque nadie está en posesión de la verdad absoluta. El bachillerato y la universidad se han beneficiado siempre de la crítica entre profesores y alumnos: sobra recordar que unos y otros conforman la gran creación que es el «studium generale», desde el medievo, y la educación integral («enkyklios paideia») de las antiguas escuelas grecorromanas, germen de la universidad de hoy. No otra cosa es esta, por cierto – aun en tiempos de una enésima e inquietante reforma–, que una comunidad de saberes entre los que enseñan y los que reciben las disciplinas, siempre sujeta a crítica racional. En ese proceso no puede haber conformismo ante una inerte «theoria recepta» o no se avanzará en el camino del conocimiento. Tampoco se avanza en la vida sin separarse poco a poco de los padres, de su casa y sus opiniones, emprendiendo un vuelo propio. Por ello la juventud es una fase de rebeldía natural y que ha de cultivarse con mesura y discernimiento. Volviendo a Freud, cabe recordar que el sabio vienés basaba su indagación precisamente en el constante conflicto entre lo viejo y lo nuevo (padres e hijos, maestros y discípulos) como seña fundacional de nuestras sociedades: curioso que él mismo lo experimentara cuando Jung, su discípulo predilecto, rompió con él al discrepar acerca del carácter patológico de los sueños y esbozar la idea de los arquetipos. Y así sucesivamente: no hay avance en la ciencia o en el ciclo social y biopolítico sin el cuestionamiento de los mayores por los jóvenes.

Viene esto a colación de un fenómeno que se constata últimamente en las aulas –quizá común con otras etapas de la historia entre el adanismo político y la implementación de cambios sociales–, y es el asombroso conformismo de los jóvenes en las aulas y cómo asumen, punto por punto y acríticamente, lo que dicen el maestro, el currículo oficial, el ministerio, los medios y, sobre todo, la propaganda de las redes que el algoritmo consabido les dispensa dulcemente. Cuando uno, hace unos años estudiaba, por ejemplo, filosofía política, siempre surgían voces discordantes en el aula. Se dice que no hay nadie que no haya sido anarquista de joven o, al menos, que no haya querido cuestionar los fundamentos del sistema, la sociedad o la familia. Raro era el que, antaño, aceptaba a pies juntillas lo que le decía la institución educativa –por no hablar de la tradición familiar– acerca de cómo debía ser su comportamiento en sociedad. De rebeldes a conformistas sin causa, parafraseando el famoso filme que encumbró a James Dean. Resulta, en fin, pasmoso cómo los jóvenes adoptan sin crítica los postulados de los poderes públicos, los ministerios y los maestros e «influencers» que se los transmiten. Obviamente, los nuevos credos ya no tienen que ver tanto con una Religión, una Patria o un Dios (todo con mayúsculas), sino acaso con el Medio Ambiente o el Género, entre otras cosas, que les van calando como lluvia fina desde los manuales escolares y los currículos oficiales a las series de Netflix. Pocos son los que toman cierta sana distancia de este conglomerado recibido. Hay más uniformidad que nunca, incluso en el vestuario (¿se acuerdan de las muchísimas «tribus urbanas» de antes?), pero, sobre todo, en la manera de amueblar el cerebro. Véase el interesantísimo análisis de Jon Savage, experto en disidencias juveniles, de cómo la idea de adolescencia y su control han marcado la modernidad («Teenage. La invención de la juventud (1875-1945)».

Nada más, ¿hay preguntas? Silencio sepulcral en el aula… No sabe el docente si todos aceptan fielmente lo que se les ha dicho o si, refugiados tras sus pantallas (hoy nadie toma apuntes en papel), están comprobando sus redes y mensajerías a cada momento y no tienen ganas o tiempo de pensar. En las aulas esto se vive día a día: nadie cuestiona nada y, sinceramente, se necesita. Conque hay que animar a los jóvenes a que levanten la mano y la voz ante el profesor, pero también ante todos los mayores y las autoridades para cuestionar lo que les dicen. Aunque la mayoría asuma ciegamente la amalgama servida a cada bloque ideológico, aunque uno o varios pensamientos únicos se vayan imponiendo en las aulas, redes y plataformas de entretenimiento, hay que pararse siempre a pensar, ponerse en pie y hablar. Y no está mal, en suma, «matar al padre» de vez en cuando para avanzar. Si no, que se lo digan a Aristóteles o Platón (él hizo lo mismo con Sócrates). Recuerden cómo aparecen ambos en la «Escuela de Atenas» de Rafael, apuntando hacia lugares muy divergentes del conocimiento.

David Hernández de la Fuente. Escritor y Catedrático de Filología Griega de la UCM.