Alfredo Semprún
Al final, Gadafi no entendía nada
Que el coronel Gadafi no regía su universo mental con principios cartesianos no es ningún secreto, pero, al menos, tenía un clara percepción de que el principal peligro para su régimen venía de las monarquías del Golfo, a las que consideraba directas responsables del resurgimiento del integrismo suní. En 2007, el coronel ya no era el adelantado del panarabismo socializante de sus inicios –de hecho, había experimentado un retorno hacia las formas tradicionalistas del islam–, y había renunciado al sueño de Naser, a la fuerza ahorcan, pero ni mucho menos pensaba ceder un milímetro de poder a los viejos barbudos de la Cirenaica, gentes de otras tribus, que le consideraban un corrupto moral y un apóstata. La mayoría de los occidentales descubrieron a Al Qaeda y a Bin Laden en 2001, pero para entonces, los servicios secretos de Gadafi ya llevaban varias docenas de muertos del ramo a sus espaldas y tenían puesta vigilancia a los libios retornados de las guerras de Bosnia y Chechenia. Para 2007, el coronel ya había firmado acuerdos de intercambio de información con Washington; reconocido e indemnizado a las víctimas de los atentados terroristas contra la Pan Am y la francesa UTA, abierto la industria del petróleo, la construcción y las infraestructuras a empresas francesas, italianas, británicas y españolas y rusas; renunciado a su arsenal de armas químicas y, finalmente, admitido en el concierto de las naciones. Impagable su hora y cuarto de discurso ante la ONU en el que llegó a exigir que le dijeran quién había matado a Kennedy. La luna de miel con Occidente duró poco, hasta que comenzaron las «primaveras árabes» y los grupos religiosos suníes, apoyados por Qatar y Arabia Saudí vieron la oportunidad de ajustar cuentas a los regímenes impíos y tiranos, por este orden, de Túnez, Egipto, Libia y Siria. Así que nuestro sátrapa rehabilitado se vio enfrentado a la revuelta que prendió con fuerza en la región de Bengasi, cuna del integrismo islamista local, pero, también, centro de operaciones de las mafias del tráfico de inmigrantes, a las que se había dejado sin negocio tras la firma de los acuerdos de cooperación marítima con Italia. En su última entrevista concedida a la Prensa occidental en Trípoli, , el coronel demostró que no entendía lo que estaba pasando: «Me sorprende que tengamos una alianza con Occidente para luchar contra Al Qaeda y ahora que los estamos combatiendo nos abandonen». Sus presumidos aliados hicieron mucho más que abandonarle. Proporcionaron a los opositores el apoyo aéreo con el que, primero, frenaron la ofensiva gadafista sobre Bengasi y luego abrieron camino hacia Trípoli y Sirte.
Días antes de morir reveló en la radio su perplejidad: «No lo comprenden. Van a conseguir desestabilizar todo el Mediterráneo». Cuatro años después, sólo Túnez parece haber escapado al proceso involucionista propiciado por la irrupción del integrismo suní, del que el estado Islámico es su peor exponente, pero no el único. En Egipto, un Ejército fuerte ha llevado al país de vuelta a la casilla de salida. En Siria, Asad aguanta en una terrible guerra civil y Libia es un estado fallido, enseñoreado por milicias islamistas. Al final, Gadafi no entendía nada. Nosotros, tampoco.
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