Francisco Nieva

Americanos

H abiendo macido el año 24 del siglo XX, ahora me parece haber nacido en el tiempo de Maricastaña. Pero ya entonces, la presencia y la influencia de EE UU surtía sus efectos en la educación de muchos niños. A los tres años me compraron un proyector de cine, con buena cantidad de históricas películas del cine cómico americano: Chaplin, Harold Lloyd, Buster Keaton, Harry Langdon... De tanto pasar en mi proyector aquellas películas, me conocía los alrededores de Hollywood –en los que se rodaban aquellas locas carreras– como si fueran las de mi pueblo.

La industria lúdica de Hollywood fue la maternal y divertida «nanny» de mis primeros años, antes de poder leer «Don Quijote», «La Celestina» o «El lazarillo de Tormes». Me sorprende a mí mismo esta pueril «educación sentimental» por parte de la industria y el espíritu americanos. Pudiéramos incluso decir que yo también he sido acunado y mecido por el típico y tópico «sueño americano». Mi fantasía de chavalito se emparejaba con la de un americanito cualquiera. ¿No es esto sintomático?

Pero aquí no se detiene la cosa: tengo muy en cuenta la impresión que me produjeron de adolescente los terroríficos relatos de Poe, especialmente «Las aventuras de Arthur Gordon Pym». Y no tardaría en descubrir «Moby Dick» y «La letra escarlata». Igualmente me sedujeron Emerson y Walt Whitman.

Mientras tanto, el cine se volvía sonoro y me convertía en un fan de Jean Harlow, de Carole Lombard, de Mickey Rooney y hasta de Mickey Mouse, de Betty Boop y de Popeye. También es significativo de mi juventud que, al tiempo que me atrapaba la música de Richard Strauss y Debussy, lo hiciera además el jazz de Louis Armstrong y Duke Ellington. Hasta mis novias ideales eran estrellitas del cine, y durante mi trabajo en Nueva York –la capital de Jauja–, me enamoré de una preciosa chica de Manhattan, que ahora me parece soñada por Woody Allen. No pude evitarlo. Era una imposición de la vida y la historia. Así de claro.

Aunque tanto me absorbieran después los grandes clásicos castellanos, no puedo negar esa indeleble impronta sensorial y sentimental que me impuso la existencia de EE UU. Un gran país «a pesar de todo». Desde aquellos mis primeros años, y ya reinstalado en Francia, la presencia de «lo americano» equivalía a una invasión amenazante. La pintura abstracta americana fagocitaba cualquier otra tendencia en el arte.

Residiendo por un tiempo en Venecia, en tanto que artista, era inevitable relacionarse con Peggy Guggenheim y todo su entorno. La millonaria americana era la verdadera dogaresa. Tampoco pude evitar relacionarme con Gregory Corso y Allen Ginsberg, que visitaban y pisaban Venecia por primera vez. Unos chicos tan eufóricos, tan «liberados» y originales como Henry Fonda y Dennis Hopper, a quienes conocí después. Los simpáticos invasores me transmitían esta sensación liberadora, y me parecía que estaba en sus manos cambiar el mundo.

Hasta que, un día, en la famosa Trattoria Montin, donde me alojaba –y en cuyo jardín se citaban en tiempos D´Annunzio y la Dusse–, recuerdo que durante una discusión entre artistas locales, intervino un americano que resultó ser un gran coleccionista de arte europeo. El cual terminó diciendo que gente como él eran nuestros directos herederos, por méritos propios y con el refuerzo económico de Wall Street. Luego, nos tendió la mano con generosidad de príncipe. Me sentí como un inca, definitivamente conquistado por Francisco Pizarro. Donde las dan, las toman. –«¡Esto ya es el como!», me dije. «Todos nos hemos convertido en colonos americanos, empezando por mí. Tengo que reconocerlo y aceptarlo, como una parte de mi vida artística y de mi particular imaginario».

Y ahora, ¿qué? Con la economía y el espíritu estadounidense en plena bancarrota, siento que parte de mi alma juvenil, entusiasta, soñadora y ambiciosa, también lo está. Corro el mismo peligro, mi destino parece unido al suyo, con Obama de intermediario. Hasta ese punto.

– «Pero ¿tanto, tanto...? Y esto ¿por qué?», se me preguntaría. – «Muy sencillo: por haber tenido –al mismo tiempo– como paradigmas del arte literario a Don Quijote y a Moby Dick. ¿Les parece poco?»

Y de nuevo repito: no he podido evitarlo.