Literatura
Anita/Elena
Lo último en conspiraciones heteropatriarcales ha sido la salida forzada del armario de la escritora Anita Raja, escondida bajo el pseudónimo de Elena Ferrante. De Ferrante murmuraban cosas. Incluso establecían un psicotrópico paralelismo con Marcel Proust. Con independencia de su hipotética grandeza (la importancia, social y crematística, no la discuto), Raja, napolitana, traductora del alemán, hija de supervivientes del Holocausto y esposa del escritor Domenico Starmone, vivía confortablemente bajo el peluche del anonimato. Hasta que un periodista, Claudio Gatti, husmeó en sus cuentas corrientes y descubrió el pastel. La escandalera subsiguiente tiene a los lectores insubordinados y a un puñado de escritores, entre ellos Salman Rushdie, diciendo: «Yo soy Elena Ferrante» por no gritar «Espartaco» (que también lo ha escrito, ay). Violación de la intimidad, agresión injustificable, persecución policial y, no mamen, ataque machista... Raja, amparada por Ferrante, ha concedido entrevistas en las que, quiéranlo o no, coqueteaba con el misterio. Más allá de la calidad y oportunidad de sus libros, el antifaz contribuyó a venderlos. Quien se sienta defraudado por conocer la identidad de la autora reconoce implícitamente que parte del interés radicaba en el jueguecito metaliterario del pseudónimo. Muchos lectores, una vez acabado el libro, tecleaban mentalmente y por su cuenta unas fantasías que traspasan las lindes del relato ficcional y hacen de la obra de arte un relicario místico. Proteger la identidad del autor por... ¿delicadeza? Qué va: mantenerla en la bruma, oculta, para así fantasear y hacerla más humilde, heroica y prestigiosa. Como si el ser humano que escribe no fuera suficiente. Como si molestara que detrás de la página admirada respire una señora que paga impuestos, resuelve crucigramas, discute con los hijos, visita a los suegros o gana dinero por derechos de autor. Ni siquiera han tenido la delicadeza intelectual de reivindicar la murga estructuralista y su alucinada tesis de que los textos son entes autónomos. Todo el discurso de los airados por el affaire Raja/Ferrante se circunscribe al penoso convencimiento de que el autor que publica tiene unos derechos superiores a los del investigador, obligado a vitaminar nuestro conocimiento de la obra a partir del contexto biográfico. Los periodistas tienen que hablar del escritor, igual que los estudiosos. ¿Mejoran las pinturas de Goya si sabemos de su periplo vital, sus aspiraciones profesionales, sus ideas políticas? No exactamente, pero el conocimiento, lejos de restar, suma capas de carne y obsesiones, duquesas y exilios al pigmento del cuadro. Justo lo contrario de los famosos de las revistas analfabetas, que, una vez destripados sus amoríos, se desvanecen. La intimidad es un asunto privado, pero la creación artística es material de consumo público, como público y real es el creador. Algo que sabía Raja cada vez que, escondida tras el nick, departía con periodistas mientras multiplicaba el interés por su figura y, click, click, click, ronroneaba la caja registradora. Pretender que el autor sea un personaje supone ir de la novela a la novelería. Hablar, en el caso de Raja, de venganza machista, resulta tan cutre que (casi) enternece.
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