Ely del Valle
Artur y el lobo
Cinco días de campaña y Artur Mas ya se ha apuntado el tanto de conseguir que los discursos electorales, los suyos y los de los demás, giren casi exclusivamente sobre su megalómana aspiración de dejar de ser cola del león para convertirse en cabeza de ratón. De tanto recurrir al comodín del soberanismo para taparse las vergüenzas, ha terminado por creerse sus propias fábulas de convertir Cataluña en una Shangri-La en la que el cava saldrá del grifo y los empresarios le sufragarán el sobresueldo sin que nadie se lo reproche.
Hace tiempo que Artur Mas perdió la brújula y entró en un estado mesiánico que se ha ido agravando, hasta el punto de tener preparado un plan para hacerse con el control de puertos, aeropuertos, tributos y seguridad pública, que son palabras mayores que deberían congelar la sonrisa de quienes le han estado riendo las gracias pensando, como en el cuento de Pedro y el lobo, que lo suyo no pasaba de ser una fanfarronada.
El principal pecado de Mas no es tanto que haya convertido estos comicios en plebiscitarios como que esté hurtando a los ciudadanos catalanes la posibilidad de celebrar unas elecciones autonómicas, obligándoles a decidir si quieren más a mamá o a papá.
Con Mas y sus antecesores han faltado bridas y ha sobrado confianza. Nadie pensaba que llegaría tan lejos, quizá porque se nos había olvidado que hay aprendices de brujo que prefieren el diluvio antes que quedarse sin agua para los geranios.
Ahora, mal que nos pese, las elecciones catalanas han pasado a convertirse en lo que él quería: un pulso fratricida en el que únicamente la movilización en masa de quienes se niegan a convertirle en emperador puede impedir que se corone a sí mismo y, de paso, mandarle a alimentar sus fantasías viendo una de romanos en la salita de su santa casa.
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