Escultura
Barcelona, cinco de la tarde
La Ciutat Vella es, con toda seguridad, el distrito más literario de Barcelona. De la Barcelona, al menos, que conocimos mucho antes de visitarla gracias a Vázquez Montalbán y a Eduardo Mendoza, más tarde gracias a Juan Marsé, cuya obra no es para adolescentes, y siempre en el aroma de las canciones de un Loquillo que en esta hora funesta no será un «joven airado», sino un señor enrabietado y triste. Delirios nacionalistas aparte, todos los españoles la sienten como suya igual que todo Occidente se estremece cuando el terror golpea alguna de sus urbes universales (Nueva York, París, Londres ni Berlín se han librado) porque en esta era de la información y de los viajes low cost, muchos rincones del orbe nos parecen la esquina de nuestra calle. Aborígenes y turistas, a despecho de las tensiones artificialmente provocadas de las últimas semanas, se igualan al convertirse en el objetivo de estas bestias, que consideran pecaminoso nuestro incondicional amor a la vida. Estos mahometanos errados sienten una alucinada fascinación por la muerte que muestran en cuanto Alá les brinda la ocasión. En Barcelona se come, se bebe, se liga, se baila y se ríe como en muy pocos sitios; hasta una feria de la pornografía se celebra cada otoño en el Fórum, en la que voyeurs de los cinco continentes le hacen un tremendo corte de mangas a los fanáticos de toda condición, también a estos yihadistas que nos quieren puros y exigen que las mujeres vayan veladas. Pero no tardaremos mucho en escuchar voces comprensivas y argumentos que caerán en la abyección de culpabilizar a las víctimas. Nunca falta un tonto con voluntad de dar la nota.
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