Antonio Cañizares
Canonizaciones para la esperanza
El domingo pasado vivimos una jornada inolvidable con las «dos canonizaciones para la esperanza» de San Juan XXIII y San Juan Pablo II. El «Papa venido de lejos» siguió con las ventanas abiertas de la Iglesia por el «Papa Bueno» para que la penetrara el aire fresco y la fuerza tonificadora y vivificadora del Espíritu que la hace salir de sí misma para, renovada, ir donde están los hombres, hasta los confines de la tierra, y anunciarles la luz de la fe. San Juan Pablo II, «el Magno», como Cristo, «signo de contradicción», no escatimó esfuerzo alguno, incluso en la debilidad y escasez de sus fuerzas físicas, para anunciar el Evangelio, trabajar por la paz y la unidad entre los pueblos de la tierra. El ejemplo de aquellos sus meses últimos, en los que no se ahorró ningún dolor ni sacrificio, ni tampoco «se bajó de la cruz», y lo vimos con fuerzas debilitadas y muy frágil, fue un signo, uno de los más elocuentes y diáfanos de su pontificado, de lo que fueron los cinco lustros como sucesor de Pedro, «gastándose y desgastándose», entregado a la causa del Evangelio, que es, inseparablemente, la causa de Dios y del hombre. Así, «a tiempo y a destiempo» trabajó y se dedicó enteramente, «sin echarse atrás», a los «duros trabajos del Evangelio».
Su gran pasión, como la de Dios tal y como se manifiesta en Jesucristo, fue el hombre. Él mismo, desde el comienzo de su pontificado, definió al hombre como «camino de la Iglesia». Si hay un común denominador y una clave para comprender a fondo el pensamiento y la vida de San Juan Pablo II, es su preocupación fundamental por el respeto a la sublime dignidad de la persona humana, la grandeza de su verdad y la vocación con que Dios la ha dotado y que ha sido desvelada por completo en la persona de Jesucristo: ante esta realidad surge ese estupor y maravillamiento que, por su fe, él mostró siempre ante el hombre, ante todo hombre por el hecho de serlo. Se hizo «todo para todos». Mostró de manera palpable y admirable que la fe en Jesucristo permite abrazar a todos y amarlos a todos, sean de la condición que sean, de la cultura a la que pertenezcan o de la cultura que profesen.
La raíz de todo su actuar, de toda su gigantesca persona, y de su mensaje siempre vivo y actual –particularmente de la familia, de la verdad y de la vida– no fue otra que la fe en Dios «rico en misericordia». Así lo señaló él mismo en su visita a la ONU en 1955: «Como cristiano, mi esperanza y confianza se centran en Jesucristo, quien para nosotros es Dios hecho hombre y forma parte por ello de la historia de la humanidad. Tal es precisamente la razón de que la esperanza cristiana ante el mundo y su futuro se extienda a cada ser humano. A causa de la radiante humanidad de Jesucristo, nada hay genuinamente humano que no afecte a los corazones de los cristianos. La fe en Cristo no nos aboca a la intolerancia. Por el contrario, nos obliga a inducir a los demás a un diálogo respetuoso. El amor a Cristo no nos distrae de interesarnos por los demás, sino que nos invita a responsabilizamos de ellos, sin excluir a nadie». (S. Juan Pablo II). Todo su pontificado, toda su persona, su vida y su obra, es una invitación a abrir toda realidad humana –la familia, la cultura, la política– a Jesucristo, a quien «nadie tiene derecho a expulsar de la historia de los hombres», porque Él, «Camino, Verdad y Vida», tiene que ver con todo hombre y con todo lo que afecta como hombre. Nada humano le es ajeno. En Él está la esperanza. Por ello, el mismo Juan Pablo II diría en su penúltimo viaje a España: «Es por ello inaceptable, como contrario al Evangelio, la pretensión de reducir la religión al ámbito de lo estrictamente privado, olvidando la dimensión esencialmente pública y social de la persona humana. ¡Salid, pues, a la calle, vivid vuestra fe con alegría, aportad a los hombres la salvación de Cristo, que debe penetrar en la familia, en la escuela, en la cultura y en la vida política». Sin duda alguna, fue el Papa de la esperanza, en las postrimerías del segundo milenio y en los albores del tercero. Un hombre lleno de esperanza, testigo de esperanza, que alentaba la esperanza de este mundo, que, se diga lo que se diga, se encuentra «temeroso de sí, temeroso de lo que sea capaz de hacer, temeroso ante el futuro» (5. Juan Pablo II). Su fe le llevaba a una gran esperanza para la humanidad. Debemos aprender a no tener miedo, debemos redescubrir un espíritu de esperanza. La esperanza no es el optimismo vacío que surge de la ingenua confianza en que el futuro ha de ser necesariamente mejor que el pasado. La esperanza y la confianza son las premisas de una actividad responsable y se cultivan en ese santuario íntimo de la conciencia en la que el hombre se halla ante Dios y percibe, por tanto, no está sólo en medio de los enigmas de la existencia, pues está rodeado del amor del Creador» (S. Juan Pablo II): el que nos ha manifestado en Cristo, Redentor de los hombres. Porque fue un hombre de fe y no tuvo miedo, porque fue un testigo de la esperanza –y de la misericordia–, porque anunció y dio a conocer, con obras y palabras, al que es la Raíz de nuestra esperanza, Cristo, por eso, los jóvenes, esperanza de una humanidad nueva y renovada, le siguieron y, hoy, lo recuerdan con verdadera y esperanzada alegría: en él, además, encontraron y encuentran todavía un hombre, un papa, que los quería, los tomaba en serio, los alentaba en su vida, y les ofrecía lo que más necesitan en su joven corazón: Cristo, Luz que los guía, Amigo que jamás defrauda. El Papa Juan Pablo II les ofrecía sencillamente lo que tenía y le sostenía: les ofrecía y entregaba a Jesucristo, les habló, ante todo, de Él y del sentido nuevo que la vida, el trabajo, el amor, la amistad, el sufrimiento y la muerte tienen cuando se conoce y se acoge a Jesucristo. El Papa santo, Juan Pablo II, quería a los jóvenes, creía en ellos con toda la fuerza de su corazón y de su convencimiento; y le dijo con vigor y verdad: «¡Tened ánimo! ¡Cristo es vuestra esperanza! Y los jóvenes, que, a pesar de lo que parezca en contrario, esperan, le escuchaban, le querían y le entendían, porque sabían entonces –y saben ahora– que lo que decía era verdad, digno de crédito, merecedor de escucha atenta.
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