Alfonso Ussía

Contraste

La Razón
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En mi familia somos tan antiguos que no seguimos las campanadas del reloj de la Puerta del Sol por televisión. Lo hacemos conectados a una emisora de radio, precisamente para no ver las diferentes versiones del mal gusto que ofrecen nuestras cadenas públicas y privadas. Pero me cuentan cosas, claro, y no soy sordo. Me dicen que una tal Pedroche principió su actuación con una impulsiva invitación a tomar, no las uvas, sino las armas, para terminar medio en pelotas, lo cual –siempre según mis informadores–, es habitual en ella. Pasé la Nochevieja en Labarces después de un día luminoso y completo. Como me consta que irrita a muchos la práctica de la caza, escribiré que pasé la mañana compartiendo con familiares y amigos una tirada de faisanes. Comida al aire libre, con la surada montañesa obligándonos a despojarnos de la ropa de abrigo, si bien no llegamos a emular a la simpática señorita que incita a la violencia. Siesta posterior a la comida en Caviedes, y noche en Labarces. Pero sin excesos ni tonterías. Y a la una y pocos minutos del primer día del año 2017, en la cama. Nadie me deseó «feliz entrada y salida» –lo correcto sería «feliz salida y entrada»– y aquí paz y después gloria. Y por la mañana, otra provocación irritante. Acudí a la Misa de Ruiloba, en el Barrio de la Iglesia, y me senté ante la televisión a disfrutar del Concierto de Año Nuevo de la Filarmónica de Viena en la Musikverein de la Capital de Austria y del buen gusto. Un concierto prodigioso y una realización insuperable. Desde niño, en blanco y negro y con la dirección de Boskowsky, no he fallado jamás a la cita.

A ver si me entienden los que no ven el Concierto por hallarse durmiendo la melopea. Si miraba hacia el jardín, tenía ante mí al que yo llamo el Monte de los Indios, porque parece que por sus crestas, en cualquier momento, pueden aparecer los sioux o los apaches con intención de atacar un rancho perdido en las montañas en una película de John Ford, el aprendiz de Trueba. Es un bosque de eucaliptos en lo alto, y a media falda, robles, castaños, nogales, fresnos y hayas. En la falda, una mies poderosa donde se reúnen caballos, vacas y ovejas. De por sí, por él mismo, el paisaje es para robarlo, pero con el fondo de la música de los Strauss, la sensación es inigualable. Los Strauss eran muchos, no tanto como los Pujol, y en lugar de negocios desde el poder, creaban obras de arte. El director de la Filarmónica, Gustavo Dudamel, el más joven de toda la historia de los conciertos de Año Nuevo. Venezolano de 35 años, nacido en Barquisimeto, es una buenísima noticia de la Venezuela que sufre y padece la tiranía de la bestia de Maduro. De allí surgen genios creadores y sensibles. Ha dicho Dudamel, que después de dirigir este concierto de la Filarmónica vienesa en la Musikverein ya puede morirse. Espero que no lo haga. Su actuación ha sido magistral y la elección de los valses, polkas y marchas, acertadísima. Los de Podemos tienen que estar indignados con él. Ha demostrado al mundo entero que Venezuela agoniza, pero no ha muerto, y que la esperanza viene de los genios, no de los asesinos torturadores.

Contraste. Hoy, día 1, los prados han amanecido blancos. Helada la primera piel de la tierra. Ahora mismo, cuando escribo después de disfrutar del concierto, ya están de nuevo los verdes enfrentados de la lengua norte de España. Son las 15 horas y todavía no he sido insultado en las redes. Los perroflautas están aliviando con Morfeo la moña de ayer, y ello me consuela. No creo que perroflauta alguno sea capaz de compartir conmigo la maravilla del Concierto de Año Nuevo. Me produciría una cierta desolación esa coincidencia de gustos.

Por la mar se aproxima una franja oscura que abarca del este al oeste. Eso sucede habitualmente en el norte. Que el Cantábrico se considera olvidado cuando diez días de sol y noches rasas impiden a las borrascas que trabajen a gusto. Siempre terminan por llegar, a Dios gracias. Sin ellas, los verdes infinitos estarían condenados.

Ayer, una vez más, hice trampas con las uvas. Cuando sonó en la radio la primera campanada, me había tragado siete. Y me sentaron muy bien. Nos abrazamos con la medida de la buena educación todos los que compartimos la cena y el paso de entreaños, y hoy me encuentro divinamente, sin resaca, fuerte como un roble, y según me ha dicho una atractivísima joven «guapísimo a pesar de la edad».

Sin ánimo de molestar a nadie.