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De esta forma sedujo Hitler a la población alemana en los años 30

El ensayo «Un pueblo bajo el Tercer Reich» muestra cómo los alemanes sucumbieron al nazismo, una lección a tener en cuenta en una Europa cada vez más radicalizada

Miembros de la Liga de Mujeres Alemanas ondean banderas nazis en apoyo de la anexión alemana de Austria. marzo de 1938.
Miembros de la Liga de Mujeres Alemanas ondean banderas nazis en apoyo de la anexión alemana de Austria. marzo de 1938.USHMMLa Razón

Al estudiar el nazismo, la mirada suele centrarse en los grandes acontecimientos, las figuras clave del régimen o los espacios de violencia más reconocibles. «Un pueblo en el Tercer Reich» (traducción de Claudia Casanova), escrito por Julia Boyd y Angelika Patel, propone lo contrario: un cambio de escala, una bajada al terreno íntimo de un pequeño pueblo del sur de Alemania, Oberstdorf, para observar desde dentro cómo una dictadura se instala en lo cotidiano y transforma, de forma lenta pero inexorable, las estructuras sociales, morales y afectivas de una comunidad.

Ubicado en los Alpes bávaros, la aldea de Oberstdorf parecía a primera vista ajeno a los vaivenes del extremismo político. Era un pueblo profundamente católico, aislado geográficamente y económicamente dependiente del turismo. Sin embargo, como demuestran las autoras, ni su paisaje ni su tradición lo inmunizaron frente al avance del nazismo. Lo que se produjo allí fue una «nazificación desordenada», marcada por una mezcla de entusiasmo inicial, adaptación forzada, resistencias individuales y una normalización paulatina del horror.

Desde la escuela hasta el comercio local, el régimen se infiltró en todos los aspectos de la vida diaria. Se impuso una estética oficial –himnos, uniformes, retratos de Hitler–, una moral rígida y una jerarquía política que dejaba poco margen para la disidencia. El saludo con el brazo en alto se convirtió en una rutina, los profesores fueron reemplazados si no se adaptaban al dogma, y hasta el turismo, fuente vital de ingresos, fue reconducido para encajar con los valores del nacionalsocialismo: salud, juventud, naturaleza y pureza racial.

El libro muestra cómo el régimen nazi convencía a los jóvenes y les inculcaba sus valores

El libro, lejos de caer en el dramatismo fácil, se apoya en una documentación extensa y precisa: archivos locales, entrevistas, cartas, diarios personales. Este enfoque permite a Boyd y Patel componer un retrato coral y matizado, que no demoniza ni idealiza a sus protagonistas, sino que los sitúa en su contexto, con sus contradicciones y sus márgenes de decisión. Como señalan las autoras de este ensayo histórico, el objetivo no es justificar lo sucedido, sino «comprender desde dentro cómo pudo pasar en un país que se suponía civilizado».

Militarización de los jóvenes

Uno de los hilos más potentes del libro es la forma en que el régimen moldeó a la juventud. A partir de 1933, niños y niñas eran integrados obligatoriamente en las Juventudes Hitlerianas y en la Liga de Muchachas Alemanas desde los diez años. Lo que al principio se vivía como una experiencia emocionante –excursiones, marchas, campamentos– derivaba pronto en un proceso implacable de adoctrinamiento. «La obediencia y el sacrificio sustituyeron al debate y la duda», escriben las autoras. La comunidad celebraba el nuevo espíritu de orden y cohesión, sin advertir —o sin querer ver— la militarización emocional de los más jóvenes.

Un caso emblemático es el de Franz Noichl, hijo de un socialista local. A pesar de que su padre rechazaba frontalmente al régimen, Franz ingresó en las Juventudes y llegó a ser propuesto para una escuela nazi de élite. La propuesta se anuló cuando se supo que su padre no era miembro del partido. «Pronto abrirás los ojos», le dijo este, resignado. La infancia de Franz, como la de tantos otros, estuvo marcada por la lealtad aprendida antes de que pudiera comprender sus implicaciones.

La historia política del pueblo durante los años treinta también refleja el proceso de transformación. Las elecciones de 1932 y 1933 fueron especialmente tensas. Aunque inicialmente Hitler perdió frente a Hindenburg en las presidenciales, el NSDAP fue ganando terreno gracias a una propaganda omnipresente y una campaña de movilización masiva: desfiles, películas, bandas, banderas. La promesa de orden, fuerza y renovación nacional caló especialmente entre los jóvenes. En abril de 1933, ya con Hitler en el poder, aún quedaban bolsillos de resistencia, pero el nuevo liderazgo local, encabezado por Ernst Zettler, no tardó en consolidar su control mediante la intimidación y el despliegue de poder.

La propaganda, los uniformes y la estética de los desfiles llevaron a los nazis al triunfo

El libro recupera también el clima de posguerra tras la Primera Guerra Mundial, cuando el pueblo recibía a sus soldados entre el duelo y el orgullo. La escasez era generalizada, y el orden social comenzaba a resquebrajarse. Aunque Oberstdorf mantenía una cierta resistencia al caos político, las tensiones acumuladas crearon un terreno fértil para la llegada de soluciones autoritarias. El arraigo en las costumbres rurales no fue suficiente barrera frente al atractivo de un discurso de fuerza nacional.

Exterminio cercano

En este contexto, personajes como Ludwig Fink, alcalde del pueblo desde 1934, encarnan las contradicciones morales de la época. Fink era un nazi convencido, con todas las credenciales del partido, pero también fue quien ayudó a monjas perseguidas, protegió a vecinos judíos como Emil Schnell, y salvó a su hijo epiléptico del programa de eutanasia nazi. Fue, también, quien se negó a organizar una resistencia suicida contra las tropas francesas y quien informaba personalmente a las familias de los soldados muertos. Su figura demuestra que dentro del sistema también hubo márgenes –estrechos, pero reales– para actuar de otro modo.

El caso de Theodor Weissenberger, joven ciego asesinado a los 19 años en el centro de exterminio de Grafeneck, ilustra con crudeza la brutalidad del programa Aktion T-4. Theodor era parte activa de la comunidad: cantaba en misa, aprendía braille, fabricaba pinceles. Pero para el régimen, su vida no era digna de ser vivida. Su muerte, ejecutada en nombre de la pureza racial, fue un crimen silencioso, pero no anónimo. Sus canciones siguieron resonando en la memoria colectiva del pueblo mucho después.

Uno de los capítulos más sombríos del libro es el dedicado a la proximidad de Dachau. Aunque Oberstdorf no albergó campos de exterminio, el horror estaba cerca. A solo diez kilómetros, en Birgsau, se construyó un campo de entrenamiento de las Waffen-SS utilizando prisioneros enviados desde Dachau. Los vecinos veían a los reclusos marchar por el pueblo, vigilados por soldados armados. Todos sabían de dónde venían. El miedo, la indiferencia, la complicidad pasiva o la simple necesidad de sobrevivir permitieron que la vida siguiera su curso mientras se cometían crímenes atroces a pocos pasos.

«Un pueblo en el Tercer Reich» también recoge testimonios de soldados locales, como los diarios del teniente Gerd Aurich y del sargento Alfons Meinlinger, o las memorias de Franz Noichl, que muestran la desilusión progresiva con el régimen. Estos documentos personales son clave para entender cómo se vivía desde dentro la guerra, la disciplina militar, la propaganda y el derrumbe final.

La obediencia y el sacrificio sustituyeron al debate y la duda, sostienen las autoras

El libro muestra que la aparente normalidad de la vida bajo el régimen era, en realidad, un mecanismo de control. Los saludos obligatorios, los uniformes, las celebraciones patrióticas, todo contribuía a borrar la duda y fomentar la adhesión. Los vecinos aprendían a no hablar de ciertos temas, a mirar hacia otro lado, a no hacer preguntas. La comunidad se transformó: lo familiar fue colonizado por consignas, símbolos y vigilancia.

Pero no todos los ciudadanos cedieron a todos estos cebos que lanzaba el nazismo. La monja Gisela protegió a perseguidos; Wilhelm Steiner, socialista, se mantuvo firme en su oposición; Julius y Leni Löwin lograron huir a Estados Unidos gracias a una red de apoyo. También el jefe de distrito, Fritz Kalhammer, mostró una tolerancia poco común dentro del partido: salvó al pastor Heinrich Seiler de la Gestapo y fue respetado por su trato a los opositores. Esas pequeñas historias de disidencia o protección constituyen el contrapunto necesario a la pasividad generalizada.