José Antonio Álvarez Gundín

Cuando Madrid pactó con Pujol

Ahora que se ha abierto la veda y lo correcto es ponerse a la cola para propinar a Jordi Pujol todas las bofetadas que durante 30 años nadie se atrevió a darle, sin duda merecidas, convendría no ser hipócritas e ignorar la responsabilidad que ha tenido Madrid en la fabricación del personaje. El líder político y espiritual de los nacionalistas catalanes no habría llegado tan alto ni su desfachatez tan lejos sin la complicidad y alianza de los dos grandes partidos españoles, de los empresarios, de los sindicatos y hasta de la clase intelectual, que le rendía pleitesía como si fuera el oráculo de Delfos. Si Pujol no regularizó sus cuentas del extranjero no fue por falta de ocasiones, sino porque Hacienda siempre pasó de puntillas sobre sus fuentes de financiación . «Por política de Estado», decían en voz baja.

Todo empezó con el «caso Banca Catalana», en mayo de 1984, un mes después de que Pujol arrasara con mayoría absoluta en las autonómicas y se disponía a echarle un pulso al Gobierno. La quiebra de aquel banco, fundado por el propio Pujol y su padre, le costó a los españoles 300.000 millones de pesetas de la época. El fiscal general, nombrado por el PSOE, le imputó tres delitos, entre ellos el de apropiación indebida, y puso a dos fiscales con los colmillos de un rottweiler tras un reguero interminable de pruebas. Pero Pujol salió al balcón del Palau y mostró los estigmas que le identificaban ante los nacionalistas como víctima del centralismo y ante la derecha española como chivo expiatorio del socialismo. La estrategia fue un éxito completo. Felipe González desistió ante el riesgo de crear el mártir que anhelaba el separatismo y la Audiencia de Barcelona le absolvió tras el trabajo lubricante del abogado defensor. A partir de ahí, Pujol actuó con la impunidad de quien se sabía inmune gracias a un pacto no escrito, en virtud del cual Madrid sujetaba a los sabuesos de la Fiscalía y él ataba en corto a la jauría nacionalista. Incluso aceptó gustoso el título «Español del año». Así pasaron plácidamente las estaciones, cada cual a los suyo: el clan Pujol, forrándose a comisiones, el Gobierno del Estado, mirando hacia otro lado, los nacionalistas, bailando sardanas, la derecha, procurando no molestar y la izquierda, pactando el segundo puesto en el podio catalán. Vamos, que Cataluña se convirtió en el oasis tan celebrado por la Prensa local, donde se practicaba con exquisita educación la mordida del 3%, el tráfico de influencias y los flujos monetarios al exterior. Lo único que no previó el sagaz Pujol fue la ineptitud de su hijo Oriol para continuar la saga y lo zoquete que podía llegar a ser su delfín, Artur Mas, por no recordarle la primera ley de una democracia: quien echa un pulso al Estado siempre pierde.