Lucas Haurie

¿Cuántos?

La pérdida de un hijo es una perversión tan violenta de las leyes naturales que ningún idioma dispone de una palabra para designar al progenitor que sobrevive a su vástago. Hablamos de viudos o huérfanos pero lo inconcebible ni siquiera se nombra aunque lo tengamos cotidianamente delante de las narices, pues disponemos de estadísticas de mortalidad infantil desde la Edad Antigua. Nuestro feminismo sectario y pugnaz ha conseguido una legislación «ad hoc» para la mal llamada violencia de género, con observatorios hasta en las pedanías, institutos por doquier, millones de euros librados para la causa e incluso un efímero ministerio de la cosa, mientras que el apunte de los niños asesinados por sus padres (o madres) se lleva sobre una barra de hielo. Dos infanticidios ha dejado el fin de semana en un radio de doscientos kilómetros, uno en Córdoba y otro en Almonte, uno por mano del papá y otro a cargo de la mamá para información de quienes identifican sexo con proclividad al crimen. Hay que estar muy ciego para no ver aquí un problema grave o ser muy malintencionado para no dedicar recursos a la protección del niño, criatura indefensa por antonomasia. Será que no existe una industria tributaria ni una comunidad activista del «niñismo» como sí los tiene el «mujerismo». Al menos, podría llevarse un cómputo fiable para fijar la dimensión de un fenómeno que, a ojo, parece que cunde de manera alarmante. Le salen émulos hasta de debajo de las piedras al canalla de José Bretón y uno se pregunta si se debe a la formidable exposición mediática de su caso.