Paloma Pedrero
Curarse el ego
Vivimos en el «yo, mi, me, conmigo». Nos miramos tanto que no vemos lo que tenemos enfrente y nos chocamos contra muros y humanos. Tampoco escuchamos. Nos amamos y nos odiamos a nosotros mismos con la misma falsa intensidad. De ese modo no se crece, no se aprende, no se disfruta con hondura de la vida. El ego inflamado nos lleva y nos trae por el camino de la amargura. Porque es engañoso. Porque nos hace creer que la única mirada veraz que existe es la nuestra, que nuestros gustos y placeres son universales, que somos lo mejor y tenemos que luchar por no dejar de serlo. Creemos que lo bueno que pasa a nuestro alrededor es producto de nuestra maravillosa energía y fuerza cerebral. El problema es que lo horrible también nos corresponde, y no hay catástrofe que no hayamos provocado. La paranoia es nuestra fiel compañera de viaje. Si ése se ríe es de mí. Si el otro no viene es porque no le apetece estar a mi lado. Si aquel se borró es porque estoy yo. Yo soy el centro. Yo me ofendo. Yo provoco abandonos. Yo me quedo solo. Tremenda enfermedad. Todo gira a nuestro alrededor y, por tanto, todo amenaza. Qué mentira. Qué dolor más insensato. Lo peor del ego es que no nos deja ver nuestra nimiedad, nuestro no saber, nuestra raíz herida, nuestra tierna nada. Nuestro ser. No podemos reírnos de nosotros mismos y nos quedamos sin humor y sin amor. Hay que curarse del ego para ser feliz, y es un camino largo de intenso proceso. Pero hay maneras, los sabios las conocen bien. Una es el reconocimiento de que un ego hinchado es el síntoma de un corazón roto. Por eso hay que empezar por curarse el corazón. Por darnos cuenta que nadie te ama por lo que tienes. Que hay que volver a la belleza del ser.
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