José Jiménez Lozano
De menestrales a demiurgos
En términos generales, puede ser defendible que el nombre de artista aplicado al pintor o escultor en el Renacimiento se hace también conciencia de artista. Lo que ocurrió en el «status» público del artista se reflejó luego en su conciencia hasta afectar totalmente a su obra, y podríamos resumirlo diciendo que aquél pasó de menestral a artista. Y, mucho más tarde, en nuestro tiempo, a demiurgo.
El artista medieval, por ejemplo es verdaderamente un menestral contratado para realizar una obra por su habilidad e ingenio y estética; y éstas pueden llevar consigo un prestigio profesional o de maestría, pero nada más. Incluso si ofrece una visión de la religiosidad o de la cultura teológica de su tiempo, es él, el artista, el que decide las formas de expresión, y las formas son el arte. No hay pintura religiosa como en Oriente, sino pintura de tema religioso pero de ejecución naturalista. Y, aunque en el Renacimiento, estas «hábiles gentes del oficio» reciben la graduación de artistas, y con ella una consideración social y mundana muy alta, su obra sigue naciendo de la imitación de la naturaleza y de la vida y sigue siendo transfiguración en hermosura de la historia y la cultura. Y, desde luego, cuando retratan rostros, levantan también la realidad, aun añadiendo lo que su genio les permite sacar de los adentros del retratado, exactamente como en sus otras pinturas extraen las visiones y los sueños, y más tarde, harán su obra con la conciencia de un subjetivismo absoluto.
Ya Poussin pensaba con melancolía que Caravaggio era un grandísimo pintor que había venido al mundo «para la destrucción de la pintura», pero se refería a los asuntos que pintaba en relación a un cierto canon, que no dejaba pasar la realidad sin estetizarla, o sólo daba paso a lo grotesco como moralidad. Pero la puesta en crisis de la pintura le viene a ésta, verdaderamente, del escrúpulo para con lo real y de una desconfianza hacia la belleza, esto es, hacia los italianismos, que decía Monsieur de Barcos; y hay dos pinturas en las que la pintura misma se interroga, y son exactamente del pintor de Port-Royal des Champs, que era «la Casa» de Pascal y de Monsieur De Barcos, Philippe de Champaigne.
La primera de estas pinturas es el ex -voto que De Champaigne pintó para memoria de la curación milagrosa de su hija, Soeur Catherine de Sainte Suzanne, en es una estancia de desnudez y sosiego. Es una pintura-ex-voto, que lleva la fecha de la curación de Soeur Catherine, 1662. Y lo que nos dice la leyenda de la pintura es que aquella escena no se alza como realidad según ocurre con «Las Meninas», pongamos por caso, sino que es una memoria. No nos ofrece el instante del prodigio, sino la representación del mismo.
La otra pintura a la que me refiero es también de Phlippe de Champaigne y se trata de una «Alegoría de la vida», que está en el Museo de Le Mans. Nos ofrece una pintura del género barroco de las «Vanitas», o de los «Memento mori», y hay allí una calavera, un reloj y un tulipán. Y para este pintor de Port-Royal esta calavera es el único retrato verdadero. Así que silencio final de la pintura.
Pero precisamente la que llamamos pintura moderna nace en principio con la búsqueda más humilde de silencio, y una desnudez más radical hasta suprimir los objetos, según la experiencia fundante que Kandinsky tuvo cuando vivía en Munich, según nos cuenta, y, según la cual, pensó que podía liberarse de la naturaleza y los objetos, pero «No se gana ahí nada», como avisó Bissiére. Y finalmente se despreció la belleza misma, considerada un detritus renacentista o burgués, y aparece no el Arte Moderno, sino el Arte Contemporáneo en el que todo procede de alguien construido como artista creador de mundos, y al margen de la belleza, en un acto demiúrgico que crea el arte y el mundo.
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