Ely del Valle

De pena

La Razón
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Más que saber quién les aconsejó y a qué santos se encomendaron, lo que habría que averiguar es qué tentempié se tomaron los dos contendientes del cara a cara del lunes antes de saltar al ring, porque por lo que vimos y oímos todo apunta a que Sánchez le dio con profusión al té con pimienta y Rajoy se puso tibio de tila con melisa. Solo así se entiende la metralleta parlante en la que se convirtió el primero y la passiflora de la que hizo gala el segundo. A pesar del regusto a debate inane, el de esta semana también dejó sus lecciones ocultas. La primera es que el aspirante debutante no ha entendido que la nueva forma de hacer política es algo más que intentar imitar la sonrisa de Rivera y la contundencia de Iglesias. Sánchez confundió firmeza con prepotencia, habló como un mal actor al que le va la vida en conseguir un papelito con frase en el casting y encima quedó como un ordinario. La sensación que transmitió es que, más que salir, le soltaron.

Rajoy, sin embargo, lo que parecía es que estaba trasplantado. Hubo momentos en los que su despiste sólo era comparable al que tendría Baremboim si en mitad de la obertura de las bodas de Fígaro la orquesta le sorprende con una conga. La segunda lección que podemos sacar es que no siempre los debates benefician a uno de los contendientes. Este, en concreto, se lo podían haber ahorrado los dos, y de paso, habérnoslo ahorrado a los demás. Fuera del episodio de los insultos cruzados, el cara a cara fue un rollo macabeo en el que lo más llamativo fue constatar la faena que le hacen a Rajoy los primeros planos y lo fácil que ha sido en el caso de Sánchez descubrir al político choni tras su fachada de candidato atractivo. Simplemente, lamentable.