Francisco Rodríguez Adrados
Desastre en Cataluña
Me refiero, claro está, al separatismo (hablemos ya sin eufemismos): desastre para España y, sobre todo, para Cataluña. Un país tan vital, tan industrioso, tan inteligente. Durante años escribía yo en los periódicos y en mi «Nueva Historia de la Democracia» muchas y tristes cosas sobre esto. Las releo. ¡Cuánta razón tenía, cuánto han errado los políticos, de Azaña a Zapatero! Creían que les ayudaría, les daba votos. Hablo de una falsa historia y unos cálculos errados. «Poesía y aranceles», llamaba a esto D. Jesús Pabón, un crítico exacto. En fin, yo había dejado el tema, estaba, como tantos, harto. Ellos siempre llorando, acusando –y cuando más nos hacían falta, desertaban–. Decía Ortega que era una desgracia con la que había que convivir. Pero la cosa ha llegado a un punto en el que ya es deshonesto callar. «No he de callar, por más que con el dedo...» que decía Quevedo. Y todo por la imposición de una mínima minoría que ha silenciado a los demás con falsas esperanzas y mentiras. Había libertad, convivían libremente las dos lenguas y los dos pueblos, pueblos bien próximos, todavía en buena medida hoy. Los que cultivamos Ciencias como las que yo cultivo nos tratamos con normalidad: somos amigos. Pero es incierto a la larga, son demasiado fuertes las presiones.
El español –que deriva del castellano, pero ha crecido y es ya mucho más– se ha quedado en castellano, hasta en la Constitución se dice así, por presiones partidistas. Se ha creado una leyenda de opresión lingüística, de opresión cultural. Algo puede haberse hecho mal en algún momento, no digo que no, pero peor se hace ahora con la opresión del español, las bofetadas a la Constitución Española y el desacato a los tribunales. Todos los gobiernos españoles han cerrado los ojos. La afirmación de que el catalán y el supuesto Estado Catalán (que nunca existió) fueron violentamente humillados en la Guerra de Sucesión es falsa, no era una guerra de Independencia.
Yendo más atrás, la gran desgracia de España fue la invasión musulmana, que desmigajó la antigua Hispania, luego penosamente reconstruida, en torno a Castilla, hasta que se recreó la unidad. Sucedió igual en Italia o Alemania, sólo que mucho después. Pero allí nadie pretende que en Nápoles sólo se hable napolitano.
Y esa reconstrucción trajo un nuevo patriotismo en torno al castellano, que a nadie excluía, como siempre en torno a la región, Estado y lengua con un empuje mayor, aquí Castilla. Y sucedió que el reino de Aragón, que incluía condados catalanes, se unió voluntariamente a Castilla, que no cuenten mentiras. Y que desde el siglo XIV la lengua catalana fue penetrada por el léxico castellano, y que su Literatura se agostó. Igual la valenciana. Y otras más.
Toda España seguía el paso de Castilla, sólo a comienzos del siglo XX surgieron pequeños grupos independentistas, sin duda por imitación de América, y hubo una unificación artificial de los dialectos catalanes. Hubo un marchar acordes hacia una unidad que decían que a todos convenía. Decían que el castellano había sido impuesto por la espada, esto es mentira, las lenguas no se imponen por la espada, se imponen por la conveniencia de todos. Así aceptaron el castellano los indios (contra los frailes), así aprendemos el inglés, no es cosa de que nos lo traiga la espada.
Que hubiera a veces comportamientos inadecuados tampoco puede negarse, siempre he criticado que hasta el siglo XIX no se admitiera a los catalanes en América. Cosas así suceden. Pero que hubiera un maltrato calculado, una humillación sistemática, como la que ahora nos impone Cataluña, no es verdad. Ni es admisible un plebiscito por la independencia, debería haberse prohibido cautelarmente ya, para cumplir con la Constitución (entre cuyos redactores había un catalán ilustre). No con declaraciones, ¡con decretos y leyes! Por ejemplo, con el artículo 155 de la Constitución.
Salvo alguna excepción bajo Franco, la lengua catalana ha sido respetada, ha seguido viva. Y una Cataluña sin español, si llega, sería un error. Pequeñas lenguas aisladas, mantenidas por puro empeño, por mucho apoyo legal y financiero que reciban, no son ya operativas en el mundo. Y la supresión del español, si llega, dañará a los catalanes antes que a nadie. Tesis en catalán, en cuyos tribunales he estado, por buenas que sean, serán siempre ignoradas.
Y es que Protágoras decía que en democracia el logos, la razón, se impone. Bien falso, no se impone, ya lo dijo Tucídides: quien manda es la naturaleza humana, ansiosa de poder, que a veces se extralimita y yerra, es la inteligencia la que debe controlarla. Aquí hubo ansia de poder de unos pocos, nada más.
Ese separatismo miope, ya he dicho, fue favorecido por la izquierda española. Ya desde el federalismo de Pi y Margall en la primera República. Luego con Estatutos de alma separatista, como el de la segunda República y los sucesivos después de nuestra Constitución del 78, tan desatendida y violada. Fue un error terrible de nuestra izquierda: desde el Pacto de San Sebastián que trajo la República del 31, hasta los sucesivos pactos posteriores, hasta casi ahora mismo, por obra de los socialistas y comunistas. Magno error. Companys en el balcón de la plaza de San Jordi, procesado luego por la República, escenificó ese error. Bien lo pagaron todos, incluidos Azaña y Negrín en la Barcelona del 37 o 38, bien lo pagan y lo pagamos ahora. Todo este desastre procede de políticos catalanes ambiciosos. Prefieren ser cabeza de ratón a cola de león y poder ser llamados presidentes, ministros, embajadores. Y de una izquierda española tan ciega como cobarde. Desastre para todos.
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