Ángela Vallvey

«desGrecia»

La Razón
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Desde que el mundo moderno desterró el patrón oro de la economía, vivimos bajo un sistema basado en la mera, pelada, derelicta «confianza»: el dinero que poseemos es fiduciario, no está respaldado por la existencia del oro o metales preciosos, sólo está sostenido por la seriedad del emisor, por su formalidad como pagador. Nada avala hoy día a una moneda salvo la fe que inspira quien la imprime. La seguridad que pueda transmitir el Banco Central Europeo al resto del globo de que el euro es una moneda solvente es el único valor que tienen las calderillas que usamos para pagar en el mercado. Esa fe es crédito: asegura que detrás de cada billete hay algo más que el precio del puro papel. Con certeza, el dinero fiduciario ha propiciado el desarrollo y crecimiento de buena parte del planeta a partir del siglo XX. Lo que también ha hecho es originar problemas nuevos.

El de la deuda, por ejemplo. No porque sea la primera vez que los estados se endeudan por encima de sus posibilidades. La historia está llena de gobernantes manirrotos, megalómanos, crueles o chiflados que han llevado a sus países a la bancarrota por uno u otro motivo. También abundan los que desatendieron con desprecio el pago de sus empréstitos, (eso hizo Fernando VII, por ejemplo), o que no reconocieron las deudas públicas.

Sí resulta inédito que un país ponga, por culpa de su deuda, a muchos otros en riesgo. Es el caso de Grecia. Jamás tantos países distintos (los de la Unión monetaria Europea) habían compartido una misma moneda mientras mantenían políticas económicas y fiscales tan radicalmente diferentes. Grecia será la desgracia de la UE, su «desGrecia», pero otros estados comunitarios también arrastran una deuda descomunal. Y necesitarán mucho más que promesas para que sus ciudadanos puedan pagarla finalmente.