Ángela Vallvey
Donde la primavera
Hace casi un lustro del comienzo de la «Primavera árabe». La mecha prendió entre Túnez y el Sahara y, en algún momento, se temió que incendiase incluso a Marruecos. En teoría se trataba de revueltas «sociales, cívicas», producto de la carestía y falta de horizonte para la mayoría de la población de los países donde tenía lugar esa supuesta «revolución democrática».
Pero sólo los franceses saben hacer bien las revoluciones.
El mundo árabe necesitaba un cambio, los ciudadanos querían pan, pero sobre todo esperanza. Parecía que el dominó de sátrapas árabes, los restos fósiles de un nasserismo que no acababa de diluirse políticamente del paisaje, iban a caer, dando paso a un nuevo mundo más justo, libre y democrático. El nasserismo surgió en Egipto impulsado por Gamal Abdel Nasser, un militar que también llamó «revolución» al golpe de estado que en 1952 derrocó al viejo monarca Faruq I para instaurar un régimen que mezclaba elementos políticos irresistibles: nacionalismo, populismo, militarismo, socialismo... La idea tuvo tanto éxito que, desde Egipto, se contagió en su momento como la primavera árabe lo hizo sesenta años después: trasmitida por capilaridad entre los países de la idealizada «nación árabe».
Vimos cómo se derrumbaban los regímenes de Túnez, Egipto, Libia... La imagen de Gadafi, el dictadorzuelo libio, a quien casi todos los líderes occidentales habían agasajado, o bombardeado, o ambas cosas a la vez, terminando sus días linchado, humillado y sodomizado ante las cámaras de televisión de manera bárbara y despiadada, fue de alguna manera el símbolo de lo que vendría después: Siria sigue inmersa en una guerra civil espantosa e inacabable; Libia se ha convertido en un Estado fallido, sus gentes prefieren morir en el Mediterráneo a vivir en su tierra; el fundamentalismo islámico gana terreno por doquier...
Aquella primavera era, en realidad, un crudo invierno interminable.
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