María José Navarro

El adiós

Una, que es más tonta que un cubo, ya tiene decidido y encargado que, cuando la palme, los amigos hagan un fiestón y que suene música bailonga y que se pongan como El Tenazas en mi honor. Lo dejaré todo pagado, ojo, y pediré que se cierre el acto fúnebre con el himno del Atleti y que me cubran con una bandera rojiblanca, el único traje sentimental en el que me reconozco. El problema radica en cómo va a llegar, en cómo voy a ser capaz de afrontar ese momento. Puestos a elegir, pediría que la cosa, el óbito, la muerte, fuera de un golpe seco, o mientras duermo, o en cualquier circunstancia en la que me fuera imposible reflexionar porque, conociéndome como me conozco, estoy segura de que haría un ridículo grandísimo si pudiera pensar y darme cuenta de lo que está por ocurrir. Mi familia ya les digo yo que no ayudaría. Somos muy de dramón sin medida. Estos días contemplo cómo se ha despedido Iñaki Azcuna, el eterno Alcalde de Bilbao. Ha tenido tiempo de percatarse de su final y de hacerlo en paz, con una serenidad implacable, y dejando las palabras justas y acertadas en cada adiós. Yo es que me imagino que su pellejo y sé que sobreactuaría, que se me iría la mano, que ajustaría cuentas, que montaría una tan parda que el numerito sería bochornoso. Y contemplo también la lección que ha dado la familia de Adolfo Suárez, la clase que ha desprendido durante todos estos largos años, dando la información justa, sin adornos, mostrando en cada palabra y en cada mensaje una finísima y exquisita aceptación de la realidad. Conmovedoramente digna. Qué ejemplo. Y qué envidia.