Alfonso Ussía
El asesino bien educado
He leído con interés y atención en nuestras páginas de «Gente del Sábado», la semblanza que publica Amadeo-Martín Rey y Cabieses –firma, en mi opinión, excesivamente larga–, del Príncipe Yusupov, el asesino de Rasputin. Con apenas 16 años lo conocí y mantuve una larga charla con él en el bar del «Hotel Du Palais» de Biarritz. Recuerdo sus ojos, ya cansados, de color violeta. Tuve esa fortuna, la de conocer a un asesino tan bien educado, gracias a mi amigo donostiarra Eugenio Egoscozábal, asiduo cliente del «Palais». Corrían tiempos menos estrictos, y a los jóvenes de 15 ó 16 años no se les requería la identificación para pedir un whisky. Eso, lo de siempre en aquellas zonas. Una tarde que paulatinamente se va oscureciendo, el cielo que se abre, la lluvia que ahoga y el refugio dorado del bar del «Palais», el palacio estival de Eugenia de Montijo.
De Yusupov se decía que era el hombre más guapo de la Corte de San Peterburgo, y simultáneamente el menos aficionado a demostrar su hombría. Hoy quedan los vestigios de su inmensa fortuna. Uno de ellos, el más insignificante, el palacete que alberga al restaurante «El Nido de los Nobles», que usaban los Yusupov para organizar sus meriendas. Mi amigo Egoscozábal estaba hasta el gorro de oir las batallitas de Yusupov, pero a mí se me antojaban apasionantes. No es lógico reunirse a tomar una copa con el príncipe exiliado que narra pormenorizadamente cómo mató a un personaje de la talla de Rasputin, que terminó con seis agujeros de bala en el río Neva.
Yusupov estuvo abierto y dicharachero porque le apasionaba contar su historia. Le seducía más que sus interlocutores nos llamáramos Eugenio y Alfonso. De llamarnos Eugenia y Alfonsa, mucho me temo que su relato hubiera sido más breve. Le brillaban los ojos, eslavos y violetas, cuando representaba con los brazos los movimientos del cisne mortalmente herido del cuerpo de Rasputín, al que previamente había intentado envenenar con pasteles. Yusupov, al menos el solitario anciano que yo conocí, no era dado a las carcajadas, pero las imitaba a la perfección cuando evocaba las que salían de la garganta de Rasputín durante su resistente agonía. El monje atrabiliario y protegido de la Zarina era, según Yusupov, un burdo impostor. Eugenio Egoscozábal, directo y curioso, le formuló una pregunta embarazosa. «Alteza, ¿Rasputín se tiraba a la Zarina?». Y Yusupov respondió con una aurora boreal. «Creo que no. De cualquier manera no fue ese el motivo de nuestra broma». «Nuestra», por cuanto el crimen de Rasputín lo compartió con su amigo el Príncipe Dimitri Pavlovich, a quien se le atribuía una pasión por Yusupov afanosa e incandescente.
He leído su «Avant l´Exil», y fuera de su participación en el asesinato del inmenso monje brujo, la persona de Yusupov carecía de grandeza. Era grande como asesino, pero como Príncipe hubiera pasado desapercibido de no haber tenido el apoyo de su inconmensurable fortuna. Eso sí, cuando narraba la preparación, la estrategia y la culminación del crimen que, según él, salvaría a la Corona Imperial rusa, su capacidad de interesar a quien le oía era absoluta. Detallaba con mucha precisión detalles del mobiliario y la estancia, con un regusto bastante femenino.
De vuelta a San Sebastián, me llevaba el recuerdo de una historia formidable narrada por su protagonista. Nada menos que un asesinato político. Mi amigo y compañero Eugenio Egoscozábal le concedía menos trascendencia e importancia.
«Menudo pelmazo», comentó.
El asesino educado quedó solo en el bar del «Palais», esperando nuevas víctimas mientras se cocía con un whisky de reserva. Un detalle que se me olvidaba. Nos invitó a las copas.
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