Ramón Tamames

El conflicto latente EE UU/China

Es una larga historia la que relaciona a China y EE UU. Y sin olvidar antecedentes como las derivaciones de las guerras del opio y de los bóxers en el siglo XIX, cabe decir que contemporáneamente el punto de inflexión se alcanzó cuando el general Marshall, como embajador extraordinario de EE UU en China, decidió, en 1947, que su país no podía implicarse por más tiempo en la larga guerra civil china. Lo que supuso la retirada de la ayuda de Washington a los nacionalistas de Chiang Kai-shek, con el resultado de la proclamación de la República Popular en 1949, sin más relaciones oficiales entre los dos países hasta 1971 y 1972, años de los encuentros, en Pekín, de Chu Enlai con Kissinger, y de Mao con Nixon, respectivamente.

A partir de tales aproximaciones, las dos superpotencias no han cesado de ampliar sus intercambios. Sobre todo desde 1978, cuando, tras la era Mao, Deng Xiaoping impulsó la nueva China con su política de las cuatro modernizaciones: agricultura e industria con inversión privada, un Ejército más sofisticado y atención preferente al I+D+i. Origen que fue del más espectacular crecimiento económico, hasta el punto de que entre 1978 y 2014 el país aumentó en 20 veces su PIB real, para ya superar a EE UU en 2014. En definitiva, China y EE UU viven en una auténtica simbiosis económica, comercial y financiera. Y las dos colaboran de manera sistemática en los propósitos ya examinados de cooperación regional a través de APEC. Como también lo hacen en las reuniones del G-20 y en las Conferencias del Clima –que han de conducir al nuevo protocolo, sustitutivo del de Kioto en 2020– y en otras cuestiones capitales. De manera que, en muchos aspectos, China y EE UU se entienden a carta cabal, configurándose de esa manera una suerte de plataforma común, que se llama G-2 o también Chimérica, o Chin-USA. Pero a pesar de la estrecha relación económica entre las dos superpotencias, existe una verdadera confrontación, a la vista del respectivo poderío militar, en el cual la potencia asiática dispone de Fuerzas Armadas con más efectivos humanos (2,3 millones en 2014 frente a 1,4 millones de EE UU), pero con una manifiesta superioridad tecnológica del lado norteamericano, brecha que irá menguando. Como lo anticipa el fuerte crecimiento del presupuesto de defensa de China, que presenta un ritmo de expansión muy superior al del PIB. Estando claro, en ese sentido, que la República Popular aspira a disponer de potentes Fuerzas Armadas, con nuevos arsenales de aviones silenciosos, portaaviones-catamarán, submarinos nucleares, misiles, drones, etc. Ese estado de cosas demuestra que, pasados 55 años desde que el presidente Eisenhower denunciara el «complejo industrial militar» a su sucesor John F. Kennedy (1960), tal dispositivo sigue funcionando a toda máquina: China se fortalece en sus arsenales y EE UU no quiere quedar atrás, promoviendo para ello todo un despliegue armamentístico en el Pacífico, procurando nuevas alianzas con Filipinas, Australia e incluso Vietnam. A lo que se une la posible nueva política de Japón, del primer ministro Shinzo Abe, de romper el principio nipón semiconstitucional de contener los gastos «de autodefensa» en el 1% del PIB.

La evidencia del ascenso político y militar de la República Popular se manifiesta en su orilla del Pacífico: en los mares Amarillo, de la China oriental y de la China meridional, donde hay yacimientos de petróleo y gas en disputa entre los países ribereños, y por los que discurre un tercio de todo el tráfico comercial marítimo del planeta. Situación que se complejiza al máximo en el caso de la China meridional, donde está habiendo una serie de peligrosos incidentes diplomáticos y militares, que podrían ser la chispa de situaciones muy graves. Por lo demás, la referida simbiosis chino-americana podría cambiar en su dinámica, en función del respectivo crecimiento económico de sus dos partes. En lo que China parece tener mayor recorrido. Sobre todo, porque, análogamente a lo que sucedió en 1978 con las cuatro modernizaciones, en noviembre de 2013 Pekín asumió la necesidad de nuevas y profundas reformas. Empezando por el hecho de que el país, con sus 1.370 millones de habitantes, está protagonizando una transición demográfica sin precedentes en la historia, habiéndose puesto punto final a la política del hijo único, a la vista del envejecimiento de su pirámide biológica.

Además, dentro de las grandes reformas de 2013, se acordó que los agricultores tendrán títulos de propiedad de sus tierras. Lo que presagia una revolución hacia el «agro-business», con el desplazamiento a las ciudades de no menos de 150 millones de personas en los próximos 20 años. Algo que también se relaciona con el problema de los «sin papeles», un tema todavía no resuelto, pero para el cual están haciéndose grandes inversiones en infraestructuras de todo tipo. Para sintetizar lo que es el impresionante cambio económico en China actualmente en curso, podría decirse que el actual presidente y jefe del PCCh, Xi Jinping, está intentando convertir su país en una economía avanzada con potencia tridimensional: aprovechando las energías del capitalismo, el patriotismo han y las tradiciones revividas. Y todo ello, bajo el control de un partido que sigue siendo leninista por su «centralismo democrático», que se traduce en la censura, la represión en las manifestaciones de una sociedad civil naciente y en la ausencia de libertades personales y derechos humanos para la ciudadanía. Y en ese contexto de progreso económico de China y de crecientes tensiones políticas con Estados Unidos, es en el que cabe plantear la gran cuestión. A la que se refirió Henry Kissinger en 2011, en su libro «On China»: ¿habrá un conflicto con EE UU? Interrogante que cabe responder en función del papel del PCCh, que busca su autolegitimación en ser un moderno Leviatán que garantice trabajo y orden para todos a cambio de no democracia. Precisamente a esa cuestión nos referiremos en el cuarto y último artículo de esta serie «Asia/Pacífico, hoy».