Alfredo Semprún
El españolísimo perro de Cristina Fernández de Kirchner
La presidenta de Argentina, Cristina Fernández, recuperada de su dolencia cerebral, eligió un formato intimista y doméstico para oficializar su retorno al servicio. En el sofá, filmada por su hija Florencia, que se dice cineasta, una Cristina en alivio de luto dio las gracias por las oraciones, las muestras de apoyo y los obsequios recibidos durante su convalecencia. En el regazo, un cachorro de mastín, regalo del hermano de Hugo Chávez, que nos fue presentado como «Simón», de la misma estirpe que el legendario «Nevado», que combatió contra los españoles al servicio de Bolivar, murió de un lanzazo en la batalla de Carabobo, y cuya raza fue declarada nacional por Venezuela hacia 1964. Vayamos por partes. Con los conquistadores españoles, cruzaron el charco sus caballos y sus perros de guerra y trabajo. Molosos, alanos, mastines –no hay mucho acuerdo sobre los nombres– sembraron el pánico entre las huestes indígenas, que nunca habían visto unos bichos tan grandes, rápidos y feroces. La América de antes del Descubrimiento también andaba escasa de perros. Batalla hubo que se resolvió con la simple suelta de los canes. Las crónicas de la época citan a un tal «Leoncillo», que cobraba soldada y fue el primer can europeo que pisó el Pacífico, y afirman que era capaz de distinguir al indio amigo del indio enemigo. Será. Pronto, los animales guerreros fueron sustituidos por los de trabajo. El Nuevo Mundo se llenó de cosas del Viejo –vacas, ovejas, cerdos, equinos, trigo, azúcar, café– que se adaptaron con diversa fortuna, según los terriorios. Los mastines leoneses, aún pastores en tierras de lobos, debieron de llegar a la zona andina venezolana a mediados del siglo XVIII, con los intentos frustrados de extender la ganadería ovina. Poco a poco, fueron desapareciendo. El publicista decimonónico Tulio Febres Cordero hizo de uno de ellos el protagonista de un cuento patriótico de ingredientes más que sospechosos. Y así, el mito de «Nevado», un mastín que le habría sido regalado a Simón Bolivar durante la «campaña admirable», tomó carta de naturaleza en el imaginario bolivariano. El perro, por supuesto, no iba solo. Febres Cordero le puso un fiel indio como cuidador, al que llamó Tinjacá, que es el nombre de una localidad colombiana que ya figuraba en las primeras crónicas españolas, y los hizo compañeros inseparables. Ambos caerían prisioneros del «malvado» José Tomás Boves, «el Urogallo» –uno de los héroes españoles que deberían tener una estatua en cada pueblo y casi nadie sabe ya quién fue–, conseguirían escapar, y morirían en Carabobo. A Febres Cordero lo de poner un indio bolivariano le traía a cuenta porque es sabido que la mayoría de los indígenas de la Nueva Granada, como los chilenos y los argentinos, lucharon del lado de los españoles, conscientes de lo que les iba a ocurrir con los criollos en cuanto perdieran la protección del Rey. Pero así se forjan los mitos de las naciones, y no hay que extrañarse. Al fin y al cabo, la mayoría de los españoles creen que, en Calatañazor, Almanzor perdió su tambor, y ni siquiera existió tal batalla. En definitva, y espero que para disgusto de Cristina Fernández, lo que le han regalado es un españolísimo perro de estirpe leonesa. Parece ser que lo ha enviado a una finca en la Patagonia, con la excusa del clima. Lástima, porque son animales hermosos, de gran nobleza.
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