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El estigma de pactar contra el PP

La Razón
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En España ha habido poca tradición pactista. Históricamente se ha impuesto más el antipacto, el siniestro empeño de eliminar al adversario convirtiéndolo sistemáticamente en enemigo, como ha explicado bien Menéndez Pidal, lo que ha conducido a enfrentamientos violentos, guerras civiles, la inoperancia como país y el retraso de la modernidad y el progreso. Con frecuencia se han impuesto el «trágala» al consenso y el estereotipo a la realidad. Este arrastre histórico negativo no ha desaparecido del todo, y suele reactivarse, como ocurre estos días, cuando se acercan elecciones y se anuncia el final de un ciclo político, con la llegada de nuevos «salvadores de la patria».

Esta funesta tendencia al enfrentamiento civil entre las «dos Españas» –la España roja y la España azul, la España laica y la España católica, la España monárquica y la España republicana, la casta y el pueblo, la izquierda y la derecha...– parecía haber quedado superada durante la Transición, en la que se impuso la política del consenso y la reconciliación nacional. Políticos provenientes de los despachos del régimen y políticos provenientes del exilio y de la cárcel trabajaron al unísono y construyeron juntos un sólido sistema de libertades y de convivencia democrática, con vocación perdurable. Todos cedieron para ello parte de sus convicciones e intereses. Las amenazas exteriores –los constantes crímenes del terrorismo y la tentación golpista– ayudaron a unir fuerzas para salir entre todos adelante. Pero la Transición representó, sobre todo, uno de esos escasos momentos de lucidez y generosidad que honra al pueblo español que conservaba viva la memoria histórica, y a aquella admirable clase política de todos los colores, que se merece un monumento. Así se fabricó, no con pequeño esfuerzo, la Constitución de la concordia y, con más entusiasmo de unos partidos que otros, todo hay que decirlo, los Pactos de la Moncloa.

A partir de entonces, una vez aprobada la Constitución de 1978, se rompió el consenso. La línea de ruptura, protagonizada por el PSOE, arrancó con el segundo triunfo de UCD en las elecciones del 79. Desde el primer día se inició el acoso y derribo contra el primer presidente constitucional, Adolfo Suárez. Las legítimas críticas, dentro y fuera del Parlamento, se transformaron en insultos y descalificaciones, un mal hábito, un mal ejemplo, que se ha perpetuado, pervirtiendo el diálogo político y contribuyendo a la pérdida de crédito de la clase política ante el pueblo. Oyendo a los protagonistas de los grandes debates parlamentarios, cualquiera puede pensar que rebrota la mala hierba de la enemistad y la división. Sobre todo, al observar después el tono y el contenido de determinadas redes sociales, que airean los exabruptos e incitan a la discordia. El empeño de forzar entonces la caída de Suárez y la busca de un Gobierno de salvación nacional con un militar al frente arrastró al Rey e implicó de lleno al PSOE y a otras fuerzas políticas en un pacto tácito y peligroso, dudosamente constitucional, que condujo al intento de golpe del 23-F.

Aun reconociendo que no ha habido en el país una sólida tradición pactista, prácticamente todos los partidos han tenido que establecer pactos electorales y de Gobierno, tanto en el Gobierno central, como, con más frecuencia, en comunidades y ayuntamientos. Puros pactos de conveniencia y de andar por casa. Todavía no se ha llegado a la experiencia de la coalición de los dos grandes partidos nacionales, que serviría, entre otras cosas, para superar de una vez los miasmas del pasado. Unión de Centro Democrático gobernó con apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes y de otras fuerzas regionales. En 1993, ya en minoría, Felipe González pactó con la CiU de Pujol, y en 1996 se vio obligado a adelantar las elecciones, que perdió, cuando los nacionalistas catalanes decidieron no apoyar los Presupuestos. El triunfo del PP ese año, sin mayoría absoluta, obligó a Aznar a viajar a Barcelona y firmar con Jordi Pujol el llamado «Pacto del Majestic». Tanto en los gobiernos municipales como autonómicos, el Partido Socialista ha solido pactar con cualquiera, menos con el PP, aunque su socio preferido ha venido siendo Izquierda Unida, con tal de evitar que gobierne la derecha. El último experimento clamoroso y fracasado ha sido el de Andalucía, que dejó a Javier Arenas, que había ganado las elecciones, compuesto y sin novia. «El PP –ha dicho Arenas– quiere pactar con los españoles, y el resto de partidos, pactar para echar de los gobiernos al PP».

Esta sensación de los populares de sentirse proscritos, de ser víctimas del siniestro empeño de eliminar al adversario por parte del PSOE y del resto de fuerzas de izquierda, con especial virulencia en el caso de las fuerzas separatistas de izquierda –ERC, BNG, Bildu, etc.–, además de IU y Podemos, se ha visto corroborada por la dirección socialista cuando ha anunciado ahora que pactará con cualquiera en los ayuntamientos y comunidades autónomas menos con Bildu y con el Partido Popular. Nada que ver con la defensa de la «vocación de diálogo» que hizo el jueves Felipe González en un acto de Ángel Gabilondo en Madrid. «Sólo comprendiendo la razón del otro –dijo el líder histórico del PSOE, ya de vuelta de muchas cosas– se puede llegar a un acuerdo». Para él, que no descartaría, por interés general, un próximo Gobierno PSOE-PP, ésta es una «capacidad fundamental», porque, «si algo hemos perdido de los valores de la Transición, son justamente las voluntades del consenso». Todo lo contrario del empeño en la destrucción del adversario, que parece hoy la norma de los aprendices de brujo de la sede socialista de Ferraz.

En realidad, esto viene de lejos. La consigna de «cortar el paso a la derecha» trae siniestros recuerdos de cuando imperaba de lleno la dialéctica de las «dos Españas», y viene confirmada por una reciente experiencia abrumadora. Baste traer a la memoria el «Pacto del Tinell» de 2003 en Barcelona, que abrió el camino al tripartido de izquierdas –PSC, ERC e ICU– de funestas consecuencias, que presidió Pasqual Maragall; el de Galicia, de 2005 a 2009 PSOE-BNG, que presidió Touriño; y los multipactos o antipactos de todos contra el PP en Baleares entre 1999 y 2007. Ahora, significativamente el Partido Socialista de Baleares renuncia en estos comicios a sus siglas para pactar con Podemos. No es nada novedoso. Es lo que vienen haciendo los socialistas desde hace veinte años. «Lo que se arregló en tres años –ha advertido la vicepresidenta Sáenz de Santamaría– se puede perder en tres minutos». Y no le falta razón. Este tipo de antipactos o «cordones sanitarios», que han tenido una llamativa expresión gráfica en el cotubernio de Murcia de hace unos días, se convertirá seguramente en norma general cuando se conozcan los resultados de los comicios del 24 de mayo. No es un comportamiento anecdótico. Además de ser una preocupante vuelta a hábitos de pasado remoto, esta forma de conquistar el poder, aunque sea legal, tiene, para observadores sensatos e independientes, algo de perversión ética, que conduce a la corrupción de la política.