Ángela Vallvey
El olvido
La historia está plagada de personajes «importantes» que en algún momento de su trayectoria, cuando no en todos, han hecho un soberano ridículo. En 1938, Neville Chamberlain, primer ministro británico, regresó muy ufano de Alemania, donde había firmado el llamado Pacto de Munich, y declaró: «Si hubiese más hombres como Hitler, la paz estaría garantizada en Europa». Un año después, los nazis invadieron Polonia.
La clarividencia, más bien moderada, de ciertas figuras históricas, su autosatisfecha ignorancia, les ha llevado a meter la pata hasta el corvejón con una seguridad en sí mismas digna de un cocodrilo disecado. Y, hasta ahora, la historia pasaba de puntillas sobre las grandes empresas de la necedad, de modo que la extensa saga de esos ilustres idiotas ha quedado disimulada por el grueso polvo de la historia, que tiene tendencia a resumir. Pocos conocen la vida y milagros de Fernando I de Austria, de quien se cuenta que en sus trece años de reinado sólo fue capaz de decir una frase con significado claro y provista de sujeto, verbo y predicado: «Yo soy el emperador y deseo comer albóndigas».
Pero los tiempos han cambiado. Internet lo ha trastocado todo. La gran biblioteca animada del ciberespacio promete perpetuar las más célebres tonterías hasta el fin de los tiempos. Tal es el peligro que incluso ha debido inventarse el denominado «derecho al olvido» para paliar la angustia que produce la idea de eternizar la metedura de gamba. La historia ya no se escribirá como solía. De aquí en adelante, los historiadores podrán cortar y pegar hasta el último gesto, la evolución al nanosegundo, del gallináceo mojón. Quizá, dentro de unos siglos, se escriban libros de historia basados en los hitos con más «me gusta» acumulados en YouTube. Con optimismo socrático, se puede intuir que los figureros de la estulticia son el último eslabón de la cadena evolutiva del «bon sauvage» de Rousseau. El tiburoneo de la irracionalidad tiene un futuro esplendoroso. No el idiota de Dostoyevski, sino el ingeniero de la tara. Las grandes figuras que han dirigido sociedades enteras, pese a ser porfiados en la estupidez, como diría una famosa folclórica tristemente desaparecida, no son «dos, cuatro, seis, y así sustantivamente», sino incontables. Aunque, hasta ahora, eran como aquel al que «le tocó la lotería y ahora vive como un majara». Pero por fin la historia de la humanidad hará justicia al idiota, que tanto protagonismo ha tenido en ella.
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