Restringido

En el nombre de Ford

La Razón
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Encerrado en la ruidosa caja de sus prejuicios Quentin Tarantino comentó un día lo mucho que odiaba a John Ford. «Promocionó la idea de una humanidad anglosajona frente al resto». Lástima que Ford, de ascendencia irlandesa y amado por los navajos, rodara tantos westerns donde el indio ni siquiera aparecía («Pasión de los fuertes», «Tres padrinos», «El hombre que mató a Liberty Valance»). Una pena, para el prejuicioso Tarantino, que cuando desenterraban el tomahawk estuvieran legitimados para la guerra («Fort Apache»). O que sus viejos desconfiaran de la violencia («La legión invencible»). O que cortaran «muchas cabelleras» por cada uno de sus hijos muertos a manos del hombre blanco («Centauros del desierto»). Incluso cuando buceaban en la corriente salvaje de la venganza, sus criaturas, vaqueros e indios, pistoleros y pieles rojas, traían de serie un fondo de armario grávido de turbulencias. Basta con revisar la hipnótica «Centauros del desierto», que el 13 de marzo cumplió medio siglo, para recordar hasta qué punto el muy feroz Ethan Edwards, interpretado por un descomunal John Wayne, arrastra todas las contradicciones de los mejores héroes. Irreductibles al blando estereotipo del cine infantiloide patrocinado por los apologetas del tebeo. Su ofuscada búsqueda de Debbie Edwards (Natalie Wood), la sobrina secuestrada por los indios, destila sordidez y nobleza. Hasta el final del metraje no sabremos, tampoco Ethan, si habrá catarsis. Y si será feliz u homicida. E impronunciables en la época, y por eso mismo de una valentía pasmosa, están el racismo y el sexo, pues Debbie ha terminado por emparejarse con el jefe de los indios, Cicatriz. Qué decir del azufre desplegado por los conquistadores sobre las tribus, como en la secuencia de ese campamento indio arrasado hasta el tuétano por el Séptimo de Caballería. Qué «Centauros del desierto» admite toda clase de interpretaciones, que resulta inagotable, plural y riquísima, resulta evidente para cualquiera con el cerebro no necrosado por una sobredosis de panfletos. Comenzando por cineastas como Kurosawa, Scorsese, Spielberg, Bogdanovich, Milius y Eastwood. No para quienes, como Quentin, juzgan al poeta con las anteojeras del momento actual. Incapaz de contextualizar y, por tanto, raudo a la hora de reescribir la historia, su adanismo binario sobresale en cintas como «Django desencadenado». Celebraciones de la venganza sin claroscuros o matices. Aptas para ser deglutidas, y olvidadas, de forma automática. Reactivas a la polisemia. Lo que ves es lo que hay. Punto. El cine, cualquier arte, es hijo de su tiempo. Una obviedad en el caso de Ford, por más que sus criaturas sean inoxidables; también en el de Tarantino, aunque lo desconozca. Su imparable deriva hacia la irrelevancia, no firma una joya desde «Jackie Brown» (1997), «Kill Bill» (2003) si me apuran, está relacionada con la dinámica de una izquierda cultural que en EEUU viajó de «Las uvas de la ira» (Ford en tiempos del New Deal) a «Malditos bastardos». O en España de «El verdugo» y «Calle mayor» a «Libertarias» y «Operación Palace». O sea, del cine por y para adultos a las zapateriles «lágrimas socialdemócratas» (Santiago González, que de política, cine y Ford sabe un rato) y la cultura del «resentimiento» (Harold Bloom). Así les, y nos, luce.