Sabino Méndez
En el país de Groucho Mas
Cuando aquella mañana el ciudadano Josep K. se despertó descubrió que se había convertido en independiente. En la televisión (un aparato gigantesco que ocupaba la mitad de su dormitorio y atronaba no dejándole oír ni siquiera sus propios pensamientos) los noticiarios del gobierno programaban música triunfal y automáticamente eufórica. Apagó el televisor desde la cama con el mando a distancia e intentó llegar hasta el baño, pero comprobó que no era tarea fácil: una gran depresión, una enorme abulia le invadía. Pronto se dio cuenta de que se trataba simplemente de un efecto secundario de su nuevo estado. Durante años, había tenido alguien a quién culpar de todas sus desventuras: si su economía empeoraba todo se reducía a que el gobierno central le robaba, si su equipo de deportes favorito fracasaba, era sin duda porque alguna conspiración de ese mismo gobierno central debía estar en marcha. Una vez desaparecida esa imaginaria Némesis (aquel ente imaginario a quién acusar había dado sentido a toda su existencia) se encontraba sin motivación, vacío, y lo que es peor, haciendo frente enteramente por primera vez a la responsabilidad de sus propios actos y desgracias. Intentó rodar sobre sí mismo para abandonar el lecho, pero la maniobra le resultó imposible. Decidió quedarse en la cama y no ir a trabajar porque desde la almohada tenía una hermosa vista a través de la ventana en la que veía flamear, en el edificio de enfrente, la nueva bandera que, curiosamente, resultaba ser la misma de antes sólo que doble.
A media mañana, la criada le anunció la visita de sus jefes que venían a preguntarle porque no había acudido al trabajo. Josep K. pensó, humana y compasivamente, que mostrarles simplemente su nuevo estado les haría comprenderlo todo. Le dijo a la criada que los hiciera pasar prestamente ya que era un honor para él que visitaran su hogar y que podía recibirlos y explicarse desde su cama. Harpo Mas, Chico Mas y Groucho Mas, (con el extraño añadido de Zeppo Homs, el clown) entraron en la habitación y se mostraron muy decepcionados, incluso enfadados, por el espectáculo. Esperábamos más de usted, ciudadano Josep K., le dijeron sin remilgos. ¿Por qué no está usted en su puesto de trabajo? Hay todo un país que construir, dijeron. Lo primero que pensó Josep K. fue en preguntarles porque no había venido también con ellos Gummo Puig, el antaño gigante polifémico partidario del ojo por ojo y diente con diente; pero no llegó a hacer la pregunta porque se dio cuenta con una claridad meridiana de lo que llevaba implícito la afirmación que acababa de escuchar: si había que construir un país, era evidentemente porque antes nunca había existido. No se trataba por tanto de una recuperación o una restauración, sino de una invención de nuevo cuño. Y, con la desoladora luminosidad de los procesos mentales automáticos, se apercibió de que nadie le había detallado previamente cómo podía llevarse a cabo tan titánica tarea. Un gran estrés le invadió y dijo a sus jefes, casi gimiendo, que iría ahora mismo a su puesto de trabajo. Pero ellos empezaron a mirarlo con recelo, desconfiando a todas luces de que fuera capaz en su estado de cumplir su palabra. Mientras sus jefes abandonaban el edificio, bajando las escaleras de la casa de vecinos a los sones de una discordante fanfarria de cabaret, suplicó desde la cama que le conservaran su puesto de trabajo. Pero la portera de la comunidad lo apartó, barriéndolo como un insecto con la escoba, dando entender que el puesto ya había sido adjudicado a un primo suyo, hidrocéfalo y sin experiencia previa, que tenía un lejano parentesco bastardo con los hermanos del gobierno y a quien ningún ser humano con caridad y benevolencia le negaría una oportunidad por respeto a su diferencia.
Quiso aún preguntar cómo podría ayudar, intentando hacer cuadrar aquellos números imposibles o dibujando nuevas fronteras en un mundo que aspiraba en conjunto a abolirlas. De nuevo automáticamente, le llegó una notificación de que sería procesado junto con el resto ciudadanos que no habían culminado la transformación de un modo satisfactorio. Se había decidido que su habitación, a partir de ahora, sería utilizada como trastero. Dócilmente hizo su petate, legó su colección de contraceptivos (aún por estrenar) al asilo de políticos de la tercera edad y marchó hacia los juzgados. Afuera rugían las multitudes. Mirando por última vez el estandarte que resplandecía en el edificio de enfrente, Josep K. sospechó por un momento que aquella multitud veía en las banderas unos significados que difícilmente podía albergar un simple producto de la industria textil. Si unos colores primarios se suponía que podían significar tantos complejos asuntos de la vida humana, entonces ¿Para qué nos habíamos molestado en crear el complejo entramado del lenguaje y las palabras?
✕
Accede a tu cuenta para comentar