Inocencio F. Arias
Europa pone parches
A principios de siglo, nos las prometíamos muy felices. La Guerra Fría había concluido y varias naciones del continente se postulaban ansiosamente para entrar en la Unión Europea y acatar sus reglas. Lo de Estados Unidos, lo de las Torres Gemelas, no había ocurrido o no era imaginable que nos pasara a nosotros. El sueño se ha acabado. Vladimir Putin ha desenterrado con todo descaro la Guerra Fría en Ucrania; uno de los antiguos de la Unión, Grecia –recordemos que entró antes que nosotros– quiere cambiar sensiblemente las reglas del juego; y desde fuera, no sabemos si ya desde dentro, la amenaza del fundamentalismo islámico empieza a ser inquietante para todo el mundo excepto para el que no quiera verlo, que los hay. Por partes: Ucrania. Hay una guerra, hablemos claro, y anteayer se firmó un armisticio que hasta uno de sus principales cocineros y propulsores, la Alemania de la omnipresente señora Merkel, considera inestable y de difícil éxito.
La razón es que Putin, al que sigue una parte importante de la población rusa, no acepta por el momento que las naciones que formaron parte del imperio soviético puedan tener una política exterior independiente. Su soberanía está limitada. Si hay algo que molesta a Moscú deben abstenerse o estar dispuestos a afrontar las consecuencias.
Que una nación europea de más de cuarenta millones de habitantes debe obtener el visto bueno de Rusia para hacer cualquier movimiento de relieve en el tablero internacional es algo ante lo que Europa no debería cruzarse de brazos. Tanto más si los dirigentes de esa nación sostienen que quieren democráticamente realizar ese movimiento. En consecuencia, cuando Rusia se engulló a Crimea, a pesar de que había reconocido su integridad, y empezó a intervenir en Ucrania armando a rebeldes orientales que querían independizarse, Europa y Estados Unidos impusieron sanciones a Rusia que le hicieron alguna pupa, pero no demasiada.
Putin puede resistir esto. La clave del tema y el por qué tiene la sartén por el mango es que el líder ruso, seguido por una buena parte de su pueblo que no sólo es muy nacionalista sino que lleva tiempo siendo objeto de un lavado de cerebro victimista, no vacila en recurrir a la fuerza. Nosotros no. Los europeos podemos apretarnos un poco, sólo un poco, el cinturón si las represalias por lo de las sanciones nos salpican, pero de defender a Ucrania militarmente, nada de nada. Incluso mandarle armas abiertamente, esto alimentaría el discurso victimista de Putin, que suscita reticencias generalizadas. Putin no tiene esos escrúpulos. Él ha enviado armas y hombres camuflados en anónimos uniformes verdes, tanques... ¿Cabe imaginar que los rebeldes ucranianos resistirían el embate de su Gobierno si no estuviera Rusia detrás con la que tienen ya más de 300 kilómetros de frontera? Todo el mundo sabe que seguirá haciéndolo en mayor escala si es necesario. Para Europa, Ucrania no vale una misa bélica. El armisticio de Minsk se sostendrá si a Putin le parece suficiente para tener un pie dentro de Ucrania.
Grecia. Armado de su clara victoria electoral, el nuevo Gobierno griego quiere seguir jugando dentro de Europa, pero cambiando las porterías de sitio ventajosamente. El tema incomoda a Bruselas, a Alemania, a nosotros y a todas las naciones europeas que han sido buenos chicos y se han apretado el cinturón haciendo los deberes, incluso prestando jugosas cantidades a los helenos. Los eslóganes griegos de que se ha acabado el tiempo de las humillaciones, de que han recuperado su soberanía, son cantinelas, comprensibles para el consumo interno pero que traducidas a los efectos maximalistas que pretende el Gobierno griego significa romper parcialmente la baraja y causarnos perjuicios. Si Grecia no paga, salimos perdiendo y crea un funesto precedente. ¿Por qué Portugal, Grecia, España o Italia no pueden hacer también novillos?
Por eso, los dirigentes de Atenas han comenzado a moderar su discurso (ya dicen que pagarán de una u otra forma) y sus decisiones (no nacionalizarán el puerto de Atenas porque la prestamista China podría ofenderse). Al final debe haber un acuerdo. Atenas dejará de ser insultantemente «ostentórea», dirá en público que paga y negociará sin chulerías. Europa será consciente de que no podrá cobrar todo y de que habrá que dar nuevas facilidades. Aunque no lo admita abiertamente. Otro parche.
Luego tenemos a los fundamentalistas. Hay que percatarse de que están a nuestras puertas y, en ocasiones, también dentro. La minoría fanática que habita en Europa es un auténtico caballo de Troya. No sabemos a ciencia cierta cuántos viajaron a unirse a los fanáticos en Siria e Irak, cuántos han vuelto y cuántos nacen aquí, en mezquitas o cárceles. La Policía puede ser muy eficiente, la nuestra lo es, pero no puede detectar todos los complots de esa mezcla de fanatismo irracional –gente que quema vivo a un prisionero– y de la existencia de gente con nuestro pasaporte. Los judíos franceses ya han visto el peligro de ese cóctel, y una minoría de ellos –7.000 el pasado año– ha comenzado a emigrar a Israel. Dotar a nuestros servicios de inteligencia de más hombres y recursos es algo imperativo. No hacerlo es suicida, aunque hay gente con remilgos o que no quiera percatarse del tema.
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