José María Marco

Giro estratégico

Un columnista del «Wall Street Journal» ha escrito que el objetivo de cualquier ataque norteamericano en suelo sirio debe ser Bachar al Asad. Es lo único que garantizará que no haya más ataques con armas químicas. En cambio, las declaraciones del portavoz de la Casa Blanca han dejado claro que la finalidad del ataque no sería ni Al Asad –claro está– ni el cambio de régimen. Se trataría de una operación de castigo, destinada a destruir algunos de los arsenales y las instalaciones más peligrosas. Se diría que vamos a una operación destinada a salvar la cara de un presidente que desde el principio de la guerra, hace ya dos años y medio, ha venido haciendo del ataque con armas químicas el pretexto para no intervenir.

El brusco cambio intervenido en la posición norteamericana durante el fin de semana coincide con el final del experimento con los Hermanos Musulmanes en Egipto. Ambos acaban con el plan que Obama desplegó con su discurso en El Cairo, cuando propuso una alianza con unas supuestas fuerzas moderadas musulmanas que eran, en realidad, facciosos islamistas. Se le advirtió entonces de su equivocación, pero la política no sigue demostraciones racionales. Ahora la demostración está hecha. De dispararse, el primer misil contra suelo sirio certificará lo que ya insinuaba la ayuda encubierta a los rebeldes: el punto final de la estrategia de Obama, jaleada por la internacional buenista y prematuramente recompensada con el Nobel de la Paz. No es fácil mudar la línea estratégica, aquello que define toda la presidencia, una vez iniciado el segundo mandato.

Es lo que está ocurriendo, sin embargo, por lo que se entienden las vacilaciones de un Obama enfrentado a sus propias contradicciones. Además de tomar decisiones difíciles, le ha llegado el momento de reevaluar la relación con sus aliados, que deberían ser los nuestros, en la región. Está Israel, en primer lugar. Aunque ha visto bajar la presión militar desde que empezaron los cambios en los países vecinos, Israel sigue siendo la nación democrática más expuesta a cualquier desorden y, más aún, a cualquier respuesta. Está Arabia Saudita, la única potencia en la zona que garantiza la estabilidad necesaria para el resto del mundo. Y está Turquía, a la que un posible movimiento norteamericano en Siria tal vez rescate de la «deriva paranoica», como se la ha llamado, de Tayyip Erdogan. Enfrente se alza otra vez Irán, responsable último de la desestabilización, incluido el test a la propaganda obamita: un test orquestado mediante los ataques con armas químicas.