Ángela Vallvey

Google

Cicerón pensaba que la utilidad y la bajeza no pueden coexistir en la misma persona o cosa. Decía que el depravado, o lo corrompido, no sirven de nada, ni en la vida privada ni en la pública. Los atenienses y los romanos, asimismo, sospechaban que las virtudes íntimas y las políticas eran el anverso y el reverso de una única moneda. La historia les da la razón: existen pocos casos de individuos viciosos, escabrosos o inmorales que, siendo así en su vida particular, hayan dado notorias muestras de grandeza en la pública. Y en caso de que las diesen, sus contemporáneos se ocuparon de borrarlas, seguramente avergonzados, enterrando la memoria de lo bueno que hubiera bajo el fango de su conducta indecorosa. Y viceversa: aquellos que han dejado rastros evidentes de disolución y desvergüenza en la política, no pueden tener una existencia personal del todo limpia. Porque quien mete la mano, acaba metiendo la pata, descubriendo más de un trozo de su pezuña en familia. Se me ocurre que debería existir una prueba para medir el «cociente moral» de las personas. Una especie de test que ofreciera como resultado un saldo claro sobre la fiabilidad ética de los individuos que optan a manejar la Administración pública. Unas oposiciones de moral. Un concurso de integridad. Un índice de conciencia. Aplicándolo con rigor, nos evitaríamos muchas desagradables sorpresas... Oscar Wilde dijo que nada sienta peor a una mujer que una conciencia demasiado rígida, y que el hombre que moraliza es casi siempre un hipócrita y la mujer moralizadora es invariablemente fea (o sea). Creo que decía tal porque no pudo asistir al espectáculo (bochornoso) de esta época. Así, corramos el riesgo de parecer una moraleja con faldapantalón: resulta inquietante que hoy la palabra «ética» tenga muchas menos entradas en Google que el apócope «porno».