María José Navarro
Impedida
Estos días va una la mar de mona con sus muletas y su zapato ortopédico debido a una de esas malas fortunas que de pronto ocurren. La pata de una silla con una joven encima fue a parar a mi empeine. El dolor inicial fue bastante simpático pero pasado un rato parecía que aquello amainaba y todo regresaba a la normalidad. Nada más lejos de la realidad: rotura del quinto metatarsiano del pie izquierdo, hala. Bien es verdad que la lesión me hizo algo de ilusión porque es la misma que tuvo Pau Gasol en el Mundial de Japón y ya sólo con esas imbecilidades va una más contenta por la calle. Hay que reconocer que entrar en una ortopedia te abre otros ojos al mundo, te enseña cuán frágiles somos, te enfrenta a la decadencia, a la vejez, a las enfermedades más indignas y a lo malajes que son los diseñadores de los aparatos para corregir deformidades, que parece que disfrutan llevándote hecha una mamarracha. Es que no puede ser más feo el zapato, oyes. Así que entre ese calzado del demonio y que con las muletas voy dando cambayás, llevo una estampa lamentable. Impedida como estoy comienzo a entender lo agresivas que son las ciudades para la gente que tiene una minusvalía. Yo me imagino salir todos los días a la calle y tener por delante una gincana interminable, enorme, llena de pruebas para superar a diario. Los escalones, los bordillos, las aceras estrechas, el escaso tiempo que duran los semáforos para los peatones, la prisa de los conductores que quieren salir en ámbar, los bolardos, las estaciones de metro sin facilidades, los autobuses que arrancan brusco y pegan frenazos. Y también me estoy percatando de lo que se agradece en una situación así que te abran una puerta, que te cedan el paso, que te echen una mano en la escalera. No hay nada como ponerse en los zapatos (ortopédicos) de los demás.
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