Joaquín Marco

Incertidumbres de septiembre

La Razón
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No recuerdo otro septiembre tan cargado de incertidumbres colectivas como el que acabamos de iniciar. Después del período vacacional, quien haya disfrutado del mismo y logrado, como se acostumbra a decir, «desconectar», septiembre acostumbra a considerarse por motivos diversos un mes incómodo. Supone el regreso a nuestras tareas rutinarias: retomar la búsqueda de empleo, si formamos parte de la legión de los cuatro millones y medio de parados, el retorno de los escolares de cualquier nivel al aprendizaje o el ordenar aquellas cosas de la casa o asuntos que se dejan siempre para después de vacaciones. Septiembre no acostumbra, pues, a ser un mes feliz. En él se produce, según las estadísticas, el mayor número de separaciones de parejas y de divorcios del año. Pero este septiembre por el que avanzamos con más aceleración es algo especial. En él se van a producir las elecciones catalanas, aunque no van a ser como las anteriores o cuantas las precedieron. Pese a que los partidos políticos van a jugarse de nuevo su prestigio, Artur Mas ha logrado su primer objetivo en su campaña proindependentista: alterar su significado habitual. Ya no es una cuestión de quién va gobernar, o de qué modo, el futuro de Cataluña, porque aún sin lograr que se entiendan como plebiscitarias figuran listas de partidos y agrupaciones que sitúan en primer lugar el inicio o final de un proceso que ha de culminar convirtiendo a Cataluña en un estado independiente. Es lógico que buena parte del resto de españoles, según las estadísticas, no entienda a la multitud, todavía sin cuantificar, que votará por el soberanismo. Uno de los graves pecados que ha cometido desde sus orígenes el Estado democrático ha sido el no haber explicado con mayor objetividad al resto de los españoles el significado de las nacionalidades o comunidades históricas, según se apunta en la Constitución, que conviven en el seno de una España diversa. Haber divulgado y defendido la pluralidad de España era una tarea que no correspondía únicamente a los políticos, que hacen de su capa un sayo, sino a la comunidad educativa y a los medios de comunicación, al conjunto de las instituciones. Ya no cabe volver la vista atrás y nos encontramos en una situación que ha de calificarse, por lo menos, de compleja. No en vano Felipe González se descolgó con una carta que ha levantado ampollas y Mariano Rajoy se ha visto obligado a explicar a Angela Merkel el estado de la cuestión y ésta no ha dudado en prestarle su apoyo: la UE ha hablado. Por si acaso, el PP ha decidido presentar una apresurada y discutida Ley que debe defender la aplicación de las decisiones del Tribunal Constitucional y que parece diseñada para defenestrar a Artur Mas o a cualquier iniciativa independentista. Por otra parte, el President (nunca Convergencia desde un centro encarnizadamente defendido había llegado tan lejos) se sumó al carro independentista de la mano de Esquerra Republicana (agua y aceite) en el momento más adecuado. Excelente calculador de tiempos organizó, fracasado su intento de diálogo con Rajoy, unas elecciones autonómicas para septiembre, tras el fenómeno de afirmación catalanista (que no separatista hasta este año) de la llamada Diada, a escasos meses, además, de unas problemáticas elecciones generales, cuando el país, pese a algunas buenas noticias macroeconómicas todavía no ha logrado superar todavía una crisis que nos retrotrae por sus efectos a la que calificaron en los EE.UU., a finales de los dorados años veinte, como Gran Depresión. A ello cabe sumar la debilidad de una Europa multinacional que no acaba de corregir sus defectos, temerosa ahora de la llegada de una emigración masiva que no alcanza a detener. Habrá que ver si las buenas intenciones de Alemania logran descubrir alguna solución útil para países tan escasamente preparados para conjurarla como Grecia, Italia, Hungría o España. El momento histórico es harto delicado. Pocos días antes de las elecciones en Cataluña han de celebrarse las griegas que tal vez logren detener el descenso del ya muy deteriorado prestigio de un Alexis Tsipras defensor de la Grecia europea del euro. Si el independentismo catalán no estuviera basado en razones sentimentales a la vez que económicas, el tratamiento que la Unión dio a los griegos que votaron contra las reformas en un plebiscito inútil, que ha dividido Syriza, debería hacerle reflexionar. Pero la autonomía de Cataluña no equivale a la soberanía de Grecia, ni los problemas que se plantean en unas elecciones que, en período preelectoral, llenan buena parte de las portadas de los medios son equivalentes. A ojo de pájaro esta «nacionalidad» se encuentra ya fracturada. Son escasas las voces que hasta hoy han defendido en Cataluña una unidad española que proclama el igualitarismo sin atender a las desigualdades que ya se producen. No es que el País Vasco o Navarra deban renunciar a unos privilegios que la democracia les ha otorgado, pero resulta inevitable que los catalanes se miren en aquellos espejos. El problema, a mi entender, no es tanto si las listas soberanistas van a obtener más o menos escaños o si lograrán más o menos votos. El Presidente Rajoy ha garantizado que durante su mandato España no se rompe. Pero las elecciones generales, a la esquina, no pueden garantizar otro triunfo por goleada del PP. Aunque la hoja de ruta se quiebre tras la convocatoria electoral, los catalanes de todo signo que habrán puesto la independencia en primer término seguirán, más o menos desalentados, su proceso. Las cosas están como están. Tal vez aprendamos a conocernos mejor y a dialogar sin amenazas de ningún signo y los tribunales acaben pronto con la corrupción donde la encuentren. No podemos permitir que este septiembre extraño se convierta en negro.