Cristina López Schlichting

Inés y Daniel

Inés y Daniel
Inés y Daniellarazon

Con el síndrome de Down tengo una íntima relación. Cuando nació mi hija me dijeron que lo padecía y recuerdo que el suelo se me movió bajo los pies. Me invadió una doble sensación que nunca olvidaré. Por un lado, angustia y vértigo importantes, de no saber qué iba a ocurrir; por otro, la certeza de que aquella criatura era mi niña y de que me iba a matar por ella, viniese como viniese. Era verano y el laboratorio de genética iba lento. Hasta septiembre no tuvimos el cariotipo y la certeza de que Inés tenía cromosomas normales. Pero de aquellos días duros recuerdo la compañía de la doctora Ana Martín Ancel y de una enfermera de La Paz que me repetía con voz dulce: «son niños con muchos talentos, extraordinariamente cariñosos». Años después nació mi sobrino Daniel y su ternura me apabulló. Comprobé que aquella anónima mujer tenía razón. Daniel es cariñosísimo y, en su caso –un trasto supervivo con muchísima espontaneidad– muy divertido. La vida me ha enseñado que no hay diferencias de calidad ni de dignidad entre las personas y que todos cojeamos de algún lado. El que no tiene miopía es diabético, los hay tontos y bocazas, con dolor lumbar o hipertensión. Y, con el tiempo y la vejez, todos quedamos discapacitados. Por el alzhéimer o el párkinson, por los problemas motores o el cáncer. Lo que a estas alturas no comprendo es por qué no todos tenemos derecho a hacer esta preciosa travesía que es la vida. No nos engañemos: en esta sociedad están desapareciendo las personas con síndrome Down porque tan pronto se «coge» a una en las ecografías, se aborta. Es muy violento pensar que Inés tiene los beneplácitos para la vida y Daniel no. Es inmisericorde y monstruoso.