Escritores

Jim Henson

La Razón
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Un medio desdeñado, la tele, y un arte usualmente infantil, el de los títeres, le sirvieron a Jim Henson para colonizar el inconsciente de varias generaciones. El creador de las marionetas de Barrio Sésamo y Los Fragel, el padre de Epi y Blas, El Monstruo de las Galletas, la Rana Gustavo y los críticos rezongones en el palco del teatro había nacido en Greenville, Mississippi. Yo estuve allí una vez, en la casa semiderruida de T-Model Ford, bluesman octogenario que roneaba de que lo habían guardado en el talego por asesinar a un pavo; nunca habría imaginado que semejante villorrio, a orillas del Gran Río, fuera también la patria chica del mago de los guiñoles. Veintisiete años después de su muerte el Museo de la Imagen en Movimiento de Queens acaba de inaugurar un ala dedicada a sus criaturas. Elmo y Big Bird reciben desde hoy a niños de 0 a cien años. Sólo puedes concebir la enormidad de su legado cuando reparas en que después de medio siglo está por nacer un programa infantil más inteligente, brillante y divertido que Barrio Sésamo. Pero el legado de Henson no acaba con el espacio que nos puso a contar sin comernos el tarro con enjuagues pedagógicos ni aturdir los cerebros a base de melaza. Refractario a las cursilerías, aventurero e iconoclasta, sus grandes creaciones reverberan también en la retina de los adultos, igual que todavía nos seducen las viejas fábulas. Entre el vaudeville y el gag a mil por hora, más allá de las genialidades de unas marionetas tan entrañables como gamberras y unas canciones majestuosas, entre los trabajos alimenticios en publicidad y las sentencias con resplandor de machete de unos títeres sabios, Henson también encontró tiempo para escribir y animar cuentos inquietantes, viscosos, gélidos, de laberintos irisados y cristales oscuros, de magos y monstruos, sortilegios y elfos, y de explorar los bosques tenebrosos que asoman en el envés de toda buena historia. Acabó con él una infección bacteriana, en 1990. Quién sabe de lo que hubiera sido capaz en la era de la HBO, refugio actual de Barrio Sésamo, y en los días de Pixar, el estudio del flexo que dinamitó la pringosa decadencia que carcomía Disney. Hayao Miyazaki ya llevaba unos años deslumbrando, pero todavía estaban por llegar La princesa Mononoke y El viaje de Chihiro; Takahata, cofundador de Ghibli y director de Heidi, había demostrado que el cine de animación daba para esculpir una de las películas más terribles de todos los tiempos, La tumba de las luciérnagas, y en su retirada ha dejado un testamento inigualable, El cuento de la princesa Kaguya, chute de experimentación revolucionaria y clásica al servicio de una leyenda medieval. Con la panoja a discreción de unos estudios finalmente convencidos de que no necesitas tratar a los niños de panolis y que puedes hacer mucho dinero ofreciéndoles joyas, Henson habría disfrutado de una libertad inimaginable en su época. Así y todo deja un legado magnífico, que aguantará la siega del tiempo. Si tienen pensado viajar a Nueva York no dejen de llevarle unas flores de felpa.