José María Marco

Justicia poética

Tal como informaba ayer LA RAZÓN, los jueces de la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional han sentenciado que colocar un artefacto explosivo en un autobús no es un acto de terrorismo. La definición de terrorismo sigue sin ser objeto de consenso. Sin embargo, poner un artefacto explosivo (vulgo bomba) en un autobús parece la definición misma de un acto de ese tipo. Además, Imanol González Prado, el no terrorista, colocó la bomba durante una huelga general en la que ejerció de piquete. La dimensión política del hecho parece reforzar su carácter terrorista. No opinan lo mismo los jueces de la Audiencia ni el ponente de la sentencia, el magistrado Nicolás Poveda. Para ellos es justamente la huelga general lo que exime al acto de cualquier carácter terrorista.

Un razonamiento tan asombroso lleva a preguntarse cuál es la formación y la mentalidad de unas personas que, viviendo en un país como el nuestro, en el que los terroristas han asesinado a centenares de personas desde hace más de cincuenta años, consideran que una huelga justifica la violencia. Lo primero que pensamos es que se sienten solidarios con Imanol González Prado, alma cándida, sin duda, confundida en su búsqueda incansable de la igualdad y –como los propios magistrados– de la justicia. Imanol es algo así como un colega descarriado, fundamentalmente bueno y de izquierdas.

Conviene, sin embargo, superar nuestros prejuicios. La teoría clásica de la huelga general indica, con razón, que no es un recurso político de izquierdas o de derechas. Ni siquiera es un instrumento político. De hecho, la huelga general es más bien una forma radical de protesta contra la política. Por eso es muy posible que la sentencia de los magistrados de la Audiencia Nacional no esté reflejando una simple posición ideológica, sino la adhesión sentimental y moral a algo que va mucho más allá de cualquier raciocinio político y se inscribe en el terreno de lo mítico: la huelga general como desencadenante de un proceso inaudito, de orden cósmico, que acabe de una vez con el orden trivial de nuestras sociedades e instaure otro nuevo, tan hermoso y puro como la explosión de la bomba colocada en el autobús. Nuestros magistrados, en el fondo, son unos poetas. No se dedican a leer los códigos legislativos, tan adocenados, sino a empaparse de las obras de George Sorel. Por eso debemos estarles agradecidos. (Aunque –hombres de poca fe– rezaremos para que ni ellos ni nosotros quedemos inválidos en la próxima metáfora).