José Luis Requero
Justicia y realismo
Se tramita la reforma de la llamada «Justicia universal». No es un asunto fácil y ofrece una golosa baza para hacer oposición política de trazo grueso; la apelación al «recorte de derechos», a la creación de «espacios de impunidad» salta con facilidad. Según esa crítica parece que España dejará de perseguir los delitos más graves –genocidio, terrorismo, piratería, etc.– cometidos fuera de España tanto por españoles como extranjeros.
En nuestra historia jurídica no ha sido una novedad la Justicia universal y así lo reflejó la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 en su primera redacción. Sin embargo el Tribunal Supremo matizó y exigió que para que el juez español conociese de esos delitos cometidos en cualquier parte del mundo, debía existir algún vínculo que justificara la intervención de los tribunales españoles. Tal criterio fue revocado por el Tribunal Constitucional.
La reforma no es la primera. Ya en la anterior Legislatura se matizó su alcance al exigir que los autores estén en España o haya víctimas españolas o un vínculo de conexión relevante con España y que en otro país o en un Tribunal internacional no se estén investigando los mismos delitos. Ahora, aparte de otros aspectos, el autor debe ser español o extranjero residente en España o que esté aquí y España deniegue su extradición. Además, y esto es relevante, se otorga a la reforma expresamente efectos retroactivos: las causas abiertas se sobreseerán.
Que se reconduzca la Justicia universal no significa insensibilidad jurídica, ni cercenar ansias de justicia. La realidad de estos años, especialmente a partir del caso Pinochet que inició el boom de la Justicia universal, hemos visto querellas sectarias, su poca eficacia y que lo único que se logra es distorsionar las relaciones internacionales; y no sólo distorsión sino injerencia en países que, como han podido, han curado sus heridas, han gestionado de la manera que han estimado oportuna su pasado inmediato, y que ven que un lejano juez planetario reabre heridas y revuelve su convivencia.
La afirmación de Lord Palmerston –Inglaterra no tiene amigos ni enemigos, sino intereses– es tópica pero explica que las relaciones internacionales correspondan a los gobiernos, no a los tribunales. Estos no tienen –o no deben tener– más guión que la legalidad, pero se zambullen en un terreno donde manda la oportunidad y los intereses. Si la reforma de 2009 contentaba a Israel ante las investigaciones a sus militares, la actual se ha dicho que contenta a China para frenar la investigación de sus actuaciones en el Tibet. No lo niego, pero es razonable preguntarse qué sentido tiene una investigación que no conducirá a nada pero perturba las relaciones con China, que posee el 20% de nuestra deuda en manos extranjeras y donde se han establecido unas 600 empresas españolas. Realpolitik.
La globalización económica y unos intereses geoestratégicos cada vez más comunes producen efectos contradictorios. Por una parte, alientan ese sentimiento y anhelo de Justicia global, pero tanta interconexión crea más obstáculos: se toca un palo y se tambalean otros muchos. Ese realismo llama a otro realismo: el de asumir que estamos en un proceso evolutivo, con acelerones, parones y retrocesos, pero en el que se avanza. En este caso no hay retroceso, sino corrección.
Por eso, si hay deseo sincero de que la Justicia sea no una utopía sino un principio rector de la comunidad internacional, también deberá haber seguridad jurídica: ajustar esa Justicia universal con los tratados suscritos por España y avanzar en lo que, por hora, es creíble y eficaz, y eso no es que un país asuma unilateralmente el papel de juez planetario –no caben Estados francotiradores– sino andar por el camino que ha llevado a la creación de la Corte Penal Internacional o tribunales internacionales ad hoc.
Y un apunte final. Antes de erigir a España en tribunal planetario hay que ordenar nuestra casa. Poco creíble es esa aspiración si nuestro sistema judicial es ineficaz frente a las miserias interiores o si el juez adalid que estas gestas de justicia plantearía está condenado por prevaricación y poco sinceros son esos defensores de la Justicia universal que no dudan en atacar al juez –o a la jueza– nacional que investiga no a chinos ni a israelitas, sino a corruptos domésticos.
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