Golpe de Estado en Turquía

La amenaza de un régimen islamista

La Razón
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Es el quinto golpe militar desde 1960 y el primero que se queda sólo en intento. El fracaso no devuelve la situación a la casilla anterior, sino que va a representar un hito en la marcha, ya muy avanzada, de Erdogan hacia el poder personal y un régimen islamista. Desde que en 1923 un militar carismático, Mustafá Kemal «Atatürk» (padre de los turcos) estableciese la república, el Ejército ha sido la encarnación y fiel guardián del régimen kemalista, modernizador por vía occidental y laico de una manera distinta de sus equivalentes en la cultura cristiana.

No es ateo. Ahora y siempre los turcos se declaran musulmanes sin ambages, y no menos los militares, pero el islam del régimen que el partido de Erdogan está triturando es una religión forzadamente despolitizada, respetada mientras no quisiera imponerse en la vida política y dar marcha atrás a las reformas occidentalizadoras: sorprende que el viernes no haya sido festivo en Turquía y la gente tenga que acudir a las mezquitas fuera de las horas de trabajo, y que lo sea el domingo. La pañoleta islámica estaba prohibida en los lugares públicos. Pero es bien sabido que el islam no distingue entre lo que es de Dios y lo que es del César, y religión y política están intricadamente entreveradas.

Tampoco son buenas las relaciones de los tradicionalistas islámicos con la idea de democracia. Si acaso una vez para acceder al poder, pero islam significa sumisión, a Dios por supuesto, que es quien debe gobernar, o sea, los que pretenden representarlo, no el pueblo, que no debe usurpar poderes de lo alto. Erdogan, que tras haber tenido choques con el secularismo oficial, siendo alcalde de Estambul, llegó al poder y creció en él por vía electoral, comparó en una ocasión la democracia con un tranvía: uno se sube a él cuando le conviene y se baja cuando alcanza su destino. En sus primeras elecciones en 2002, gracias a las peculiaridades del sistema electoral, logró una mayoría absoluta con un tercio de los votos.

Desde el principio, uno de sus objetivos fundamentales fue quebrar la autonomía de los militares y su arrogado papel de árbitros de las esencias seculares republicanas. En 2010 lanzó un aparatoso juicio contra docenas de jefes militares acusados con pruebas amañadas de manejos golpistas. Al cabo de varios años de proceso, todo quedó en agua de borrajas, pero mientras tanto puedo llevar a cabo una amplia depuración de la cúpula militar. Los actuales proceden todos de nombramientos suyos que, como consecuencia de los múltiples cambios de hecho más que de derechos introducidos en la estructura del Estado, es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, de cuyos asuntos se ocupa muy personalmente.

Lo que acaba de suceder demuestra que su empeño tuvo éxito. Los jefes militares no han participado en el golpe, sino que, por contra, han contribuido a su fracaso. Por su parte, los golpistas, incompetentes en sus planes, cuyo éxito hubiera requerido haber empezado por detener al presidente, parecen traicionar un sentimiento de desesperada urgencia: el kemalismo de la Turquía del siglo XX está a punto de ser completamente destruido. Erdogan se encargará de que el proceso sea definitivo y ya está tratando de matar dos pájaros de un tiro, atribuyendo la intentona a una conspiración gulenista.

El imperativo presidente, tan lleno de ambiciones como quisquilloso, es muy dado a atribuir todos los obstáculos a la continua expansión de su poder a conjuras extranjeras. Hace pocos meses inundó el país de inverosímiles rumores sobre una conjura americana para derrocarlo. Pero también tiene un enemigo y chivo expiatorio interno de su predilección: el movimiento gulenista, del clérigo Fethullah Gülen, exiliado ahora en EE UU. El movimiento tiene muchos adeptos, ha sido importante en la educación y en la judicatura, se opone al laicismo oficial desde los orígenes de la República, pero su prédica es de paz y tolerancia. Fue el principal aliado de Erdogan en sus primeros tiempos, pero éste rompió con esta versión más conciliatoria del islam y no ha dejado de ampliar la persecución contra sus manifestaciones y adherentes.

El eco internacional del golpe es proporcional a la importancia de Turquía y su Ejército, el más numeroso de Europa, no el más moderno. Los rasgados de vestiduras por el atentado no sólo reflejan principios, nada claros en la situación actual, sino también intereses. Turquía es indispensable, sin llegar a ser fiable, en Siria, en la lucha contra el EI y en la contención del tsunami de emigrantes inasimilables hacia Europa.