Nacionalismo

La amputación de Cataluña

La Razón
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Por primera vez, después de tantos años, Mariano Rajoy ha sido claro, aunque metafórico, con respecto a la importancia que para España tiene la secesión de Cataluña. En su discurso de cierre del reciente congreso celebrado por el PP dijo que la eventual separación del Principado no equivaldría a «una poda agradable practicada por un amable jardinero», sino más bien a «una amputación terrible y dolorosa que no hay cirujano que salve». No es mi intención hacer una exégesis del pensamiento de Rajoy –que alguna duda introduce, es lo malo de las metáforas, con eso del cirujano salvador, acerca la posible irreversibilidad del proceso emprendido por el nacionalismo catalán si se llega a culminar su proyecto–, sino que pretendo más bien a las dimensiones económicas de tan cruel mutilación de la geografía y la nación española.

Lo primero que hay que tener claro es que la secesión iría indefectiblemente unida a una separación territorial por medio de una frontera y que las fronteras son barreras que implican costes para los intercambios económicos. Esas barreras se manifiestan bajo la forma de aranceles, regulaciones, inspecciones de las mercancías, inestabilidades en los tipos de cambio, necesidades de aseguramiento y alteraciones en las preferencias de los inversores y consumidores cuya incidencia comercial es posible medir con razonable precisión. Es lo que he hecho, desde hace tiempo, en varios de mis trabajos sobre el tema, siendo mi conclusión más actualizada que la independencia de Cataluña podría derivar en unas pérdidas exportadoras para la región equivalentes a algo más del 16 por ciento de su PIB. Esta cifra es un mínimo, pues no incluye la posible desaparición de actividades productivas bajo la forma de una importante deslocalización de empresas, un aspecto éste que nadie ha estudiado con seriedad, seguramente porque ni el Gobierno español ni los actores interesados han querido adentrarse en él. Por tanto, lo que sabemos de momento es que Cataluña perderá, al menos, un poco más de la sexta parte de su producción, lo que, en el supuesto de que no haya una emigración masiva al exterior, supondría para los catalanes una pérdida de bienestar que, en promedio, les haría retrotraerse al nivel de renta que tenían hacia mediados de la década de 1990. Ni que decir tiene que, en tal circunstancia, la recaudación de impuestos por la Generalitat se reducirá drásticamente, de manera que le resultará inviable mantener los servicios del Estado del Bienestar en su nivel actual.

Pero no sólo perderán los catalanes. También perderemos los demás españoles. Primero porque el país se hará más pequeño y su mercado se reducirá, ofreciendo menos oportunidades para los negocios. Y después porque también se achicarán las exportaciones hacia Cataluña del resto de España. He calculado que este coste será del tres por ciento del PIB, lo que conducirá a una reducción de nuestra renta per cápita al nivel que tenía hace una década. Preparémonos, por ello, a tomar en serio el asunto, pues acabará empobreciéndonos, queramos o no, a todos.