Ángela Vallvey
La caridad
La caridad, de ser una hermosa virtud parece haberse transformado en un negocio en nuestros días. Verbigracia: si son ciertas las imputaciones a los implicados, lo más repugnante de algún caso de corrupción de actualidad es que se utilizara a niños enfermos y desfavorecidos como excusa para recaudar dinero público.
Blandir la bandera de la caridad para hacer caja es una infamia propia de nuestra época –y de todas las épocas, en realidad–, una actividad más habitual de lo que suponemos, una práctica rastrera y bellaca perpetrada por aquellos «en los que tuvo imperio la avaricia», que diría Dante. Nuestra cultura moral, más bien pestilente, se perfuma con caridad para disimular que vive en el dantesco Cuarto Círculo del Infierno global, y que no da más de sí. Detrás de la caridad, se esconde la pernada. El óbolo público transforma el «don de lágrimas» comunitario en yates y en joyas para el «listo» que se lo monta con el pretexto del niño pobre y moribundo. La pobreza ajena, esgrimida como una navaja en un atraco, para que unos marrulleros se enriquezcan un poquito más, es algo tan profundamente amoral e indecoroso que, con sólo pensarlo, cualquier persona de bien se marea y flipa como si estuviera en la cubierta de un barco que zozobra. En pasadas calendas, la avaricia era reprobable y estaba mal vista. El antiguo prototipo del avaro era un anciano comido por la cochambre, gruñón y grotesco. Este usurero de la miseria ajena no tardó nada en aprender que, vestido con el ropaje de la caridad, podía hacerse pasar por un bienintencionado limosnero aún siendo, en realidad, un mezquino sediento de placeres y poderes. Así pues, el avaro contemporáneo tiene buen aspecto y reclama donativos para salvar un mundo que, sencillamente, estaría mucho mejor sin él.
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