Alfonso Ussía
La codicia es pecado
En uno de los colegios femeninos más exclusivos de Madrid se preparaba la celebración del día de la Madre Fundadora. La directora, una monja estricta y bien plantada, reunió a las alumnas en el salón de actos. Y las niñas abandonaron el salón de actos con el recado bien aprendido. –Traed de vuestras casas media docena de huevos, un kilo de azúcar y un kilo de harina.
Con esos ingredientes haremos una gran tarta para la merienda del día de la Madre Fundadora-. Las alumnas eran más de mil, y al día siguiente las monjitas recibieron 6.000 huevos, mil kilogramos de azúcar y otros mil de harina. – Vuestros padres están invitados a participar en la fiesta-. Y acudieron muchos padres de alumnas. Mostraron la tarta, bastante pequeña por cierto, y anunció la directora. –Vamos a sortear la tarta. Cada papeleta, una peseta-. Y los padres compraron más de cinco mil papeletas. Se procedió al sorteo, y se cantó el número premiado. Una niña, alborazada, estalló de júbilo. ¡¡Lo tengo, lo tengo!! Y la niña se acercó a la directora para recibir su tartita. Cuando la directora se la iba a entregar, le susurró a la alumna afortunada: «Nada le agradaría más a Nuestra Señora que le ofrecieras la tarta con la que has sido premiada». Y así lo hizo la niña. Se terminó la fiesta, y las monjas se quedaron con seis mil huevos, mil kilos de azúcar, mil kilos de harina, más de cinco mil pesetas y la tarta. No es un cuento. Sucedió en Madrid en el decenio de los cincuenta.
En 1947, cuando yo no era ni un proyecto de vida, mi abuelo paterno, José Luis Ussía y Cubas, Conde de los Gaitanes, contruyó en La Moraleja una iglesia que cedió por 25 años a las Madres Esclavas. Una iglesia con tres hectáreas de terreno en la confluencia de los paseos del Conde de Los Gaitanes y la Marquesa Viuda de Aldama, su madre y, a la sazón, mi bisabuela. El padre de la marquesa viuda, el Marqués de Cubas, fue un gran arquitecto especializado en proyectar templos. Los proyectaba, los construía y los regalaba. Así estoy yo, más tieso que la mojama. Fue coautor del Buen Pastor de San Sebastián, y el arquitecto de la Cripta de la Almudena y de la capilla del Sagrado Corazón del Caballero de Gracia. Mi abuelo quería facilitar a los primeros habitantes de La Moraleja los oficios religiosos. Fallecido mi abuelo, mi padre, Luis Ussía, Conde de los Gaitanes, borró la cláusula de los 25 años, donó la iglesia y las hectáreas a las monjitas y construyó la Casa del Cura en los terrenos regalados. Un chollo.
Durante casi setenta años, la Iglesia de La Moraleja ha cumplido con holgura sus objetivos. Algo se torció cuando, diez años atrás, una de las hectáreas regaladas por mi padre a las monjas fue vendida por éstas a Juan Luis Cebrián, que pagó una considerable cantidad de dinero por ocuparla. Y ahora, se anuncia que las Madres Esclavas desean vender las dos hectáreas que aún mantienen en propiedad con la iglesia y su aparcamiento incluidos. Legalmente tienen todo el derecho a hacerlo porque la iglesia se la construyeron y es suya, y los terrenos se los donaron y ellas son las propietarias. Pero no me parece bien. Traicionan la generosidad y las buenas intenciones de sus donantes. El paisaje de La Moraleja no se entendería sin la torre blanca de la iglesia. Ahí está desde que La Moraleja pasó de ser una lengua libre del Monte del Pardo, soto, dehesa y coto de caza, a un proyecto formidable de urbanización que se convirtió en un gran negocio cuando la familia Ussía vendió la mina de oro a un precio de risa. No juzgo a mis mayores, y si ellos lo hicieron así sus motivos tendrían.
Pero esa iglesia no se puede derribar ni se deben vender esas hectáreas regaladas. Que otra orden religiosa se ocupe del recinto sagrado, del jardín y de la huerta. La codicia es pecado, queridas Madres Esclavas.
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