Restringido
La crisis de lo intelectual
Pese al arraigo de las profesiones intelectuales en nuestro tiempo, pese a la existencia de un régimen de libertades donde se propicia (ahora sí) la labor de los intelectuales, pese a la proliferación de libros (hasta en Carrefour) y a la apertura de librerías especializadas por doquier, pese a la creación de auditorios y centros de cultura, pese a que junto al libro sobreviene el internet y los soportes electrónicos a la comunicación o expresión intelectual en nuestra actual sociedad de la información, algo ocurre que no se observa una impronta real en la sociedad de posibles intelectuales o artistas, a modo de otros tiempos pasados en que, sin embargo, no contábamos con estos mismos medios. Serían innumerables las citas, algunas críticas, sobre este debate (Todorov, Rancière, Said, o los clásicos Benda o Gramsci, o en otro plano, entre nosotros, Vargas Llosa, A. de Miguel, Savater, etc.), llegándose a decir que «la poesía ha enmudecido en el nuevo mundo muerto» (Ciorán).
Las posibles explicaciones de fondo han de partir del llamado «principio de neutralidad del Estado» en lo concerniente a la cultura, arte, o intelectualidad: para que puedan manifestarse, el Estado ha de quedar al margen. Este principio, clave para entender el nuevo orden social en general, viene a ser una reacción frente a aquellos modelos (a la postre totalitarios) en los que el Estado adoptaba una determinada posición en materia de arte o cultura llegando, en sus manifestaciones más dramáticas, a la persecución misma de los intelectuales contrarios. Estos hechos, que están en el subconsciente de los nuevos Estados, llevan a la afirmación de tal neutralidad y de tales libertades. Y en paralelo el nuevo orden social pasa a regirse por disciplinas tales como el Derecho, la política o la economía, pasando por ser los garantes de la intelectualidad y de los nuevos valores (la seguridad, el orden, el progreso social, la convivencia pacífica), sin que tal realidad social pueda estar sujeta a vaivenes de idearios filosóficos. La duda es si en este nuevo modelo social, lo intelectual y el pensamiento y hasta el arte o la cultura, no terminan siendo la versión que aquellas otras disciplinas tienen para estas otras: lo dramático y hasta satírico sería que filósofos, intelectuales, pensadores o artistas, creyendo ser tales, en realidad no fueran sino representación de aquello que para estos ámbitos tienen diseñado la economía o el derecho o la política. Al igual que en la Edad Media todos eran en el fondo «religiosos» cultivando disciplinas diversas, hoy todo sería mercado, política, derecho.
Y según esto habría un gran dilema: cuando un intelectual es genuino no es en verdad intelectual porque le falta un elemento esencial para serlo, que es tener impacto o ser oído, porque cuando, si por fortuna consigue aquél llegar a tener tal impacto necesario para ser intelectual, entonces éste se habrá convertido en algo diferente, un hombre de mercado, un político, un contertulio, un aficionado a la abogacía (hoy día de lo que hablan es de derechos o de derechos humanos...). Es algo así como el fenómeno del gusano que se convierte en mariposa. Lo prueba en parte el hecho mismo del desinterés que suelen tener, no sólo las editoriales y la sociedad, hacia aquellos intelectuales, sino también el mayor gusto que tienen éstos por otros medios no propiamente de pensamiento. Y además cómo la función de intelectual se asume por famosos de los «mass media» y papel «couché» y gentes que no lo merecen, pero frente a los que las editoriales sucumben.
Necesitamos algo medianamente puro o genuino en esta realidad intelectual. Seguimos precisando ese halo de arte que cubra en parte y domine la realidad, tendencia que tras el barroco español se continuó por el romanticismo alemán (Schleiermacher, Moritz, Novalis, Schlegel, el propio Wagner, el gran Wackenroder) llegando a su punto álgido con Nietzsche y Schopenhauer («sólo es real la realidad musical») y esa relación amor-odio con el arte (el más genuino, la música) de Thomas Mann y H. Hesse, propiciándose versiones del arte para el gobierno (el despotismo ilustrado, Luis II de Baviera, el maravilloso barullo intelectual de la Alemania de las primeras décadas del siglo XX).
La neutralidad puede no ser la solución cuando además observamos que en nuestro país durante los últimos años ha habido una manipulación de la cultura en manos de poderes autonómicos creando, a base de subvenciones, culturas ficticias nacionales. Para eso, mejor obviamente una neutralidad, pero de verdad. Ideal solución sería un genuino «Estado de la cultura» despolitizado pero creador de arte, a un nivel similar del Estado de Derecho, profundizando en una línea que introduce por cierto pero sin especial alcance final la vigente Constitución de Baviera, un orden social donde los monarcas volvieran a saber más de arte y de arquitectura que de deportes. Y al final la única solución sería un rescate en toda regla de la crisis de lo intelectual devolviendo, pese a los riesgos, poder al arte, incluso a costa de que a veces sea tenebroso el mundo de las ideas o el posible exceso de esa palabra creadora de sensaciones.
Sin arte e intelectualidad la realidad no es asumible. Pero tampoco la realidad es posible cuando el arte invade en verdad la realidad social, acechando los demonios. Sobrevienen entonces las libertades y la neutralidad del Estado queriendo hacer ver que es entonces cuando puede haber arte. Pero esto dista de dar solución al problema humano o dionisiaco, como ya expresó Freud en su «Unbehagen der Kultur». Por tanto, no hay solución. Todo tendrá que ser, seguramente, como actualmente es; eso sí, se impondría una explicación diferente.
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