Ángela Vallvey

La folclórica

La Razón
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Los españoles tienen una relación equívoca con las «folclóricas», las aman tanto como las detestan. Esas mujeres son el espejo de una España de la que pocos quieren acordarse, y en la que muchos menos se reconocen. Mujeres que, bajo el franquismo, donde se hicieron grandes, representaban a «la bien pagá, la Loba, a ‘‘esa’’...», señoras de tronío con los labios rojos como un clavel tan «encendío que está quemando mi piel».

Mujeres fuertes, que en general procedían del pueblo llano, de condición humilde pero indomable. Cantaban historias que hablaban de los bajos fondos o de marginados sociales como los homosexuales, pero «no se metían nunca en política» por mucho que aceptasen la invitación de Goebbels para interpretar un papel en la Alemania nazi. Cantaban, bailaban, actuaban... Estaban especializadas en levantar el ánimo en una España devastada que sólo se atrevía a sonreír con canciones, con mujeres bellas de «duende» importado del sur, donde se suponía que estaban las reservas nacionales de salero. Igual que las cantantes de hoy «perrean» y «sesean» aunque procedan de Bilbao, para hacerse pasar por «latinas sexis» y vender discos en América, las folclóricas de toda la vida simulaban un simpático acento de Andalucía cuando trabajaban, porque las situaciones más trágicas y míseras inducen a la risa siempre que los diálogos se declamen en andaluz, que suena tan gracioso... Muerta Marujita Díaz, nuestra reserva de folclóricas está al mínimo. Incluso contando a la Pantoja. Además, ahora cualquier cosa se puede decir, no como antes, que para superar el filtro de la censura sólo se podían insinuar ciertas cositas si lo hacía un mujerón «con arte», alegre como un ruiseñor jornalero... Y ahora, de todas formas, se dice tanto, hay tanto ruido, que resulta difícil oír algo interesante. Ya no hay quien escuche los suspiros de España.