Joaquín Marco

La formación de un mito

Es difícil sustraerse a la potencia globalizada de un líder moderno, iniciada en el personaje, y trascendida por su carácter internacional y sus polivalentes significados a la categoría de mito. Es el caso de Nelson Mandela, recientemente fallecido. Más de veinte médicos le atendieron en los últimos meses de su larga vida, pero murió pacíficamente en su casa, rodeado de su amplia familia. No es habitual que los medios internacionales dediquen tanto espacio y tantas consideraciones a un personaje. Jacob Zuma, el actual presidente sudafricano, que fue abucheado en el acto histórico del pasado día 10, reclamó: «Llamamos a nuestro pueblo entero a reunirse en iglesias y mezquitas, templos y sinagogas, y en sus hogares para rezar, meditar y reflexionar sobre la vida de Mandela y su contribución a nuestro país y al mundo». Con esta demanda quería señalar la universalidad de un hombre que logró eliminar el apartheid, fundar un país y convertirlo en un ente democrático casi sin violencias. Una reflexión sobre los azares de su existencia, marcada por los largos años de cárcel, permite advertir una trayectoria vital que adquiere el valor de un mito, porque sabe conectar con las zonas más vivas y sensibles de la sociedad de nuestro tiempo. Su eterna sonrisa parece emanar de una personalidad que vive en una paz interior y que resulta capaz de captar la simpatía de sus interlocutores, ya fuese en una conversación privada o en un mitin.

No tuvo una vida fácil y con grandes esfuerzos logró finalizar la carrera de Derecho en un país en el que la segregación de la gente de color era absoluta y existían universidades para blancos y muy escasas para negros. Su formación política le llevó a militar en 1944 (había nacido en 1918) en el partido del Congreso Nacional Africano, donde fundó la Liga Juvenil y dos años más tarde sería presidente. En 1956 fue detenido por primera vez. Fue juzgado por alta traición junto a otros 155 compañeros, aunque todos ellos fueron absueltos. En 1962, lo fue por abandonar su país. Había acudido a la Conferencia Panafricana de Addis Abeba y había sido entrenado en Argelia como guerrillero. Dos años más tarde es condenado a cadena perpetua por preparar una serie de sabotajes y en la prisión se le adjudica el número 46664, que habría de adquirir resonancia en todo el mundo. En 1973, la ONU considera el apartheid como un crimen contra la humanidad. Será en prisión cuando Mandela elaborará un plan pacífico para acabar con el estigma, un plan de reconciliación entre negros y blancos, dejando a un lado cualquier tipo de violencia. Pero Margaret Thatcher y Ronald Reagan le consideraron siempre como un peligro, acusándole de comunista. El partido conservador británico no confió en las intenciones de un hombre al que se tachaba de revolucionario. Lo fue hasta después de ganar por amplia mayoría con el 62,5% de votos favorables. Entre tanto, había sido ya liberado en 1990, se le había concedido el Premio Nobel de la Paz en 1993 y el Partido Nacional Africano había sido legalizado y al año siguiente el Parlamento derogaba la ley sobre la segregación racial.

Todo ello, con ser importante, no sería suficiente para justificar el paso de una personalidad a la categoría de mito, discutido también en ocasiones. Mandela supo aproximarse a los iconos de la cultura pop en la música, en la danza y hasta al mismo Hollywood. No resultaba difícil en un país donde la expresión corporal constituye algo significativo y el duelo mismo se manifiesta con danzas, canciones y muestras de aparente alegría. Mandela nunca se alejó de las tradiciones africanas que le han de conducir hasta su misma tumba en el lugar donde nació, la humilde población de Quun, donde se reunirá con sus ancestros. Se codeó siempre con los poderosos con sencillez y sin altanería y ejerció una notable influencia en los EE.UU. El propio Obama en su discurso de Soccer City, en Soweto, estadio en el que España ganó el Mundial de Fútbol en 2010 y donde Mandela apareció en público por última vez, lo admitió en sus palabras: «Hay demasiados líderes que claman su solidaridad con con la lucha de Madiba por la libertad, pero no toleran la disidencia en su propio pueblo». Al acto de despedida, en que concurrieron un centenar de presidentes y primeros ministros, se produjo, entre otras anécdotas, el apretón de manos entre el presidente estadounidense y Raúl Castro. A él asistieron también el Príncipe de Asturias y el presidente Rajoy. Bien es verdad que la labor que se propuso Mandela no está completa. El país sigue con nuevos problemas, como el de la corrupción y antiguos, como la desigualdad brutal que sigue diferenciando la población blanca de la de color, salvo la minoría que detenta el poder. Pero el espíritu de Mandela se deja sentir, por ejemplo, en la campaña contra el SIDA que azota la población sudafricana que detenta el mayor índice mundial y que tomó como emblema su número carcelario. La labor está a medio hacer, pero entre 1996 y 2013 se ha reducido a la mitad el analfabetismo y se ha doblado la población negra con estudios superiores. Ésta era una de las preocupaciones fundamentales del popular Madiva, nombre con el que se le designa habitualmente. Se han incrementado un 169% las ganancias de los cabezas de familia negros, pero la población de color tiene un 35% de paro, mientras la blanca sólo un 7%. Tuvo que transigir, durante su mandato, con las fuerzas económicas y moderar sus ansias de cambio. Fue un pactista consciente de serlo. Pero los valores que representa emergen por el peso del mito.