Ángela Vallvey
La imagen
Se cuenta de un muchacho que acudía con frecuencia a la tertulia de Valle-Inclán. Uno de los más veteranos participantes de aquella ilustrada peña se quejó un día al maestro a causa del petimetre: «Ya se habrá dado usted cuenta de que ese pollo no sabe nada de nada, ¡no tiene ni la menor idea de cómo se vive en el mundo!», a lo que asintió el gran don Ramón, mientras se mesaba suavemente las barbas con gesto de concentración. Luego respondió: «Eso es del todo cierto, pero el caso es que el muchacho tiene un aire tan aburrido que parece que lo supiera todo».
Ah, ¡las apariencias! Parecer antes que ser. En nuestro mundo, la fachada habla de las cosas y por las cosas porque apenas tenemos tiempo nada más que de rozar la superficie de las cosas. Lo nuestro es la taxonomía de la cáscara. El ascetismo de lo visible, la religión de lo fútil, la esencia de lo vano, la miga de la chorrada. No nos da tiempo a mucho más, la verdad. Leemos sólo el titular del periódico, pues el contenido se nos antoja tan pesado y grave como un tratado de filosofía. Archivamos y clasificamos a las personas por su aspecto. No pensar es más económico que atormentar a las sinapsis del cerebro.
Pero los funerales de Nelson Mandela han puesto de relieve cómo las cosas casi nunca son lo que parecen: el falso traductor de Barack Obama y el supuesto ataque de celos de su esposa Michelle, dejan patente la importancia del montaje narrativo, de la construcción de la historia mediante secuencias. Suprimir o añadir una escena (un gesto casual de Michelle, verbigracia) puede cambiar de raíz el sentido de lo que «aparentemente» sucede.
Ergo, quien diga que una imagen vale más que mil palabras, siempre miente.
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